Mujeres de la paz: Martha Luz Amorocho

Revista FUCSIA , 21/12/2015

Su cuerpo pequeño conoce el dolor, el innombrable, el de perder a Alejandro, su hijo de 20 años, y ver al otro, Juan Carlos, en estado de coma durante días después de la bomba del Nogal.

Imagen: María Berrio. - Foto:

No tiene encima un manto de tristeza, sus ojos verdes vivaces develan un alma que ha perdonado. Su cuerpo pequeño conoce el dolor, el innombrable, el de perder a Alejandro, su hijo de 20 años, y ver al otro, Juan Carlos, en estado de coma durante días después de la bomba del Nogal. Duros fueron los caminos recorridos entre la funeraria y el hospital, muchos los ruegos ante la imagen de su virgen, inmensos los agujeros en la cabeza que solo daba para preguntarse, no el por qué sino, ¿para qué pasó esto?
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Ese evento había sucedido por alguna razón y ella fue descubriendo que las líneas que se iban marcando en su cara por el llanto, trazaban ahora el mapa de una nueva responsabilidad en la vida: podía destruir o construir en nombre de Alejandro. Era solo cuestión de decisión, pero, “ya que me habían arrebatado a mi hijo, no le podía dar a mi victimario más de lo que ya me había quitado”, pensó.

Su familia padeció, en generaciones pasadas, los escozores de la violencia. Su abuelo —que hoy pervive en la forma bella de sus ojos y su pelo castaño que ahora lleva corto—, había presenciado el asesinato de su padre y su madre, y había tenido que emprender, junto a seis hermanos, el camino del desplazamiento hacia la gran ciudad. “Pero él decidió seguir viviendo y no dejarse vencer por el dolor. Yo tenía que demostrar que era capaz de lo mismo”.

Por eso, empezó a trabajar en fundaciones para ayudar a esas otras mujeres que, en condiciones de mayor precariedad, se enfrentaban, como ella, a vivir para siempre con el corazón a medias. “Gestamos los hijos y los parimos, por lo tanto, los roles que manejamos las mujeres en el dolor frente a los hombres también son diferentes”. Se embarcó en un camino por comprender qué es ser víctima y cómo no caer en los peligros de convertirse en alguien que añora la venganza, o en alguien que se transforma en un mendigo. “¿Espero que me devuelvan o me paguen lo que me quitaron? No, es imposible, la reparación es simbólica, pero debe existir para que el que paga sepa que todo acto tiene una consecuencia, y el que recibe sienta que alguien más padece su dolor”, dijo valiente en la Habana.

Hoy, celebra la vida de sus nietos y sabe que el perdón es consigo misma, es personal, una decisión. Y que a la final, si cada víctima emprende el camino del perdón, se rompe el círculo de la violencia, “Pensar que existe la posibilidad de que ninguna otra mujer enfrente lo que yo he tenido que enfrentar, mitiga mi tristeza y permite que la muerte de mi hijo cobre algún sentido".