columna

Compasión, una palabra que no podemos olvidar

Lila Ochoa, 28/4/2011

La catástrofe ocurrida en Japón nos pone a pensar en un pueblo ejemplar y nos llama a la solidaridad. Entérate aquí.

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Hace unos meses estuve por primera vez en Japón, invitada por la compañía de cosméticos más importante de ese país, en un viaje que me colmó el alma, el corazón. Me enamoré de la comida, los paisajes, las tradiciones, la arquitectura, pero sobre todo de la hospitalidad de la gente. Bastó tan sólo una semana de estadía para que la recuerde como uno de los mejores momentos de mi vida. Un día de verano, al atardecer, visité al Pabellón Dorado o Kinkaku, en Kyoto, un templo cuyas paredes exteriores están recubiertas de lámina de oro y cuyo reflejo en el agua produce una intensa sensación de paz. Es uno de esos momentos mágicos que conmueven profundamente. Construido inicialmente en 1397, en medio de una laguna, en el Jardín de los Ciervos, es una de esas imágenes imborrables, que me acompañará el resto de mi vida. Hoy es Patrimonio de la Humanidad y le ruego a Dios para que no haya desaparecido. Soy admiradora de la cultura japonesa, me ha impresionado siempre ese pueblo recio y valiente que ha hecho de este archipiélago un mundo donde los valores sobreviven a pesar de los embates de la modernidad.

Aunque no he leído muchos autores japoneses, mi favorito es Yukio Mishima, un escritor que en un momento de tristeza y dificultades me puso a pensar, a soñar, inclusive, pues aunque sus reflexiones son duras sicológicamente hablando, son de una belleza infinita. Nieve de primavera es una de esas obras que tengo en mi lista de lecturas inolvidables, y me lleva a recordar que la historia personal de Mishima es tan compleja como sus libros. Separado de su familia desde temprana edad, fue criado por su abuela, quien tenía tendencia a la locura y de la cual heredó la fascinación por la muerte. Se suicidó en 1970 y con su trágico deceso desapareció uno de los críticos más lúcidos de la sociedad japonesa de la posguerra.

Japón fue durante muchos siglos un país aislado, y solamente en 1894 el estadounidense Mathew Perry forzó su apertura hacia Occidente. Es un país que desde tiempos inmemoriales ha inspirado a viajeros, poetas y pintores. Viendo las escenas de la catástrofe que muestran los noticieros del mundo entero, no dejo de pensar en cómo desestimamos el poder de la naturaleza. Es difícil entender cómo una nación pujante, poseedora de una cultura milenaria, se ve doblegada ante una devastación de tal magnitud, la peor de su historia. Y pienso que así como nos conmovieron el terremoto de Haití y el desastre del invierno en Colombia, no puedo dejar de sentirme solidaria con Japón. Quisiera ayudar o, al menos, no quedarme impasible ante la pérdida de tantas vidas, ante la destrucción de tantos tesoros.

En estos momentos en que los libios mueren como moscas por culpa de un dictador insensible al que no le interesa el dolor de su pueblo, en que la guerrilla en Colombia no da tregua y sigue en su escalada de dolor y muerte, se hace necesario detenernos un instante y dejarnos llevar por la compasión.

Así como la naturaleza destruye, lo hacemos en la misma medida y con la misma intensidad los seres humanos. El poder de la compasión, la fraternidad entre naciones, el respeto y la tolerancia entre nosotros no se puede limitar a los momentos en que la naturaleza se desborda y desata su fuerza arrolladora. La gente joven tiene que aprender esta lección de memoria y marcar la diferencia. Su generación tiene que intentar lo que la nuestra no logró conseguir, un mundo en paz donde reinen la compasión, el respeto y el amor. ¿Será que es una utopía que nunca lograremos realizar? Por mi parte, no pierdo la esperanza.
 
Por Lila Ochoa
Directora Revista FUCSIA