columna

El gusto por lo prohibido

Odette Chahin, 23/9/2009

Algunas cosas, entre más prohibidas… más nos gustan. Prohibir se ha convertido hoy en día en una forma inteligente de mercadear y manipular, usando la sicología de reversa. Muchos padres, publicistas y novias astutas utilizan esta sicología para obtener lo que quieren sin decirlo directamente.

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Dios ubicó a Adán y Eva en un paraíso cinco estrellas, con todos los juguetes, manjares y comodidades; y les advirtió que podían comer frutos de todos los árboles excepto de uno, so pena de pagar las consecuencias. Aquí hay un corte, y vemos a Eva con las mejillas chorreando, hurtando un fruto del árbol prohibido y dándole una pruebita a Adán. Dios los expulsó del paraíso e hizo sentir su furia regalándoles a la salida un bolsita con varios souvenires: muerte, vergüenza y trabajo forzado. Adicionalmente, a las mujeres nos obsequió la delicia de los dolores de parto. ¡Gracias, Eva!

El resultado no hubiera variado si hubieran puesto en el paraíso a Brad y a Angelina, a Obama y a Michelle, a Homero y a Marge. Todos la habrían embarrado, porque ese gusto y curiosidad por lo prohibido, por desgracia, es parte de nuestra naturaleza. Muchas veces las mamás, en su afán de protegernos, nos prohíben cosas y andan diciendo: “no toques eso, no mires esto, no salgas a la calle”. Lo que tal vez pocas de ellas han descubierto, es que sus recomendaciones sólo provocan el efecto contrario. En otras palabras, entre más le prohíba usted a su hijo la pornografía, más probabilidades tendrá de convertirse en el próximo Hugh Hefner.

Y es que sólo falta que le digan a uno “no”, para empezar a querer y desear algo, y esto sucede casi con todo, desde la comida hasta con los hombres.
 
Cuando uno empieza una dieta, le prohíben todas las cosas ricas y le permiten únicamente lo feo y aburrido. Entonces, uno se vuelve más propenso a antojarse, sus sueños eróticos ahora los protagonizan rollos de canela, helados y chocolates, y le tiene más ganas a un pan que a su novio.
 
Hasta que un día de debilidad se le atraviesa por ahí un waffle con nutela y, adiós al cuarto de gramo que se había adelgazado. Igual sucede con los hombres, a veces entre más los zafamos, los ignoramos y les decimos que no, más nos aman y nos persiguen, porque para ellos un “no” no es un “no”, sino la invitación a un reto.

Las actividades prohibidas favoritas de la gente incluyen usar el Facebook en la oficina, escuchar conversaciones ajenas y tener otro acompañante en el plato, mejor conocido como affaire. Uno pensaría que los hombres buscan amantes más buenonas y voluptuosas que sus mujeres pero, a veces, son hasta más feas, y uno comprende que lo que realmente los excita es ese ingrediente de peligro, esa sensación de aventura, de estar haciendo algo prohibido. Por eso es que uno oye acerca de tantos amores prohibidos, por ejemplo, entre la profesora cuarentona y el alumno menor de edad, o se da cuenta de cómo, irónicamente, en las oficinas donde prohíben las relaciones entre empleados pululan el sexo y el amor. Nota al gerente: “al que no quiere caldo, se le dan dos tazas”.

Prohibir se ha convertido hoy en día en una forma inteligente de mercadear y manipular, usando la sicología de reversa. Muchos padres, publicistas y novias astutas utilizan esta sicología para obtener lo que quieren sin decirlo directamente. Está la mamá que le dice a su hija: “no me gusta ese chino ni cinco,” para empujarla hacia los brazos del que ella prefiere como yerno. La revista Soho la venden como “la revista prohibida para mujeres”, precisamente para llamar su atención. Algunas novias le dicen a su pareja: “me veo fea”, sólo para lograr sacarle algún piropo, o utilizan el clásico “está bonito, pero no lo necesito”, para que les regalen lo que quieren.

Sin lugar a dudas, existen cosas prohibidas que nos generan cierta emoción, como abrir una carta que no es de uno, coquetear cuando se tiene ya una argolla en la mano, ‘voyeurear’ a los vecinos, meterse en el correo electrónico de la pareja, robarse la sabanita del avión. Todo eso está mal hecho pero, para algunos, es inevitable no hacerlo. Como dice el dicho: “Los placeres pecaminosos y prohibidos son como el pan envenenado, satisfacen el apetito por el momento, pero hay muerte en ellos al final.”

En teoría, la vida parece más sencilla cuando no hay prohibiciones, porque las tentaciones dejan de serlo y pierden su atractivo. Los que defienden la legalización de la marihuana, alegan que aportaría grandes beneficios y acabaría con los perjuicios que trae en sí su prohibición. Tal vez si nuestra sociedad fuera menos prohibitiva, tendríamos menos adolescentes alcoholizados, menos adicciones, menos divorcios y menos ‘Junos’ embarazadas en el mundo.