El piropo no es inofensivo

Revista FUCSIA, 19/1/2014

Después del escándalo por la supuesta violación de una joven en el parqueadero de Andrés Carne de Res y de las infortunadas declaraciones de su dueño, FUCSIA promueve una campaña para desmontar cualquier tipo de piropo, toqueteo u otra forma de acoso sexual callejero.

Foto: © Verónica Morales Angulo/13 - Foto:

Han pasado meses desde el escándalo de la violación de una joven en el parqueadero del restaurante Andrés Carne de Res de Chía, y de que su dueño, Andrés Jaramillo, insinuara que el hecho de que la víctima llevara una minifalda incidió de alguna manera en este ataque. (Lee: 'Yo también usaba minifalda cuando me violaron').

La condena masiva a Jaramillo en las redes sociales parece haberse quedado en el bullicio, sin dejar espacio a un verdadero debate que no solo debió ocuparse más del hecho en sí mismo, sino que pudo preguntarse, además, por qué un hombre de carácter público como Jaramillo reconoció de forma tan desprevenida que una minifalda podía haber justificado la conducta sexualmente agresiva contra la joven. Tomando un poco de distancia, lo que su infortunada declaración puso de manifiesto es que, a pesar de que la legislación nacional e internacional han intentado hacer progresos en cuanto a las leyes que penalicen el abuso sexual y la agresión contra las mujeres, aún está muy arraigada la idea de que la violencia de género es una práctica casi natural, fácilmente justificable.

Según la Encuesta Nacional de Demografía y Salud realizada por Profamilia en 2010, una de cada cinco mujeres afirmó que en algún punto de su vida habían experimentado acoso sexual en un lugar público. La encuesta pone de manifiesto que las colombianas están acostumbradas a lidiar con piropos, silbidos, pitazos y toqueteos, y que la sociedad sigue viendo con indiferencia esas frases burdas que hacen del cuerpo femenino un objeto sexualizado.

Esta forma generalizada de acoso callejero parece perpetuar ideas nocivas como que este forma parte del derecho a la libre expresión de los hombres; que no puede ser combatido porque es “algo cultural”; que el piropo es solamente un halago inocente; que así son los hombres; que en el fondo las mujeres se sienten complacidas con el hostigamiento callejero, o que cualquiera que se queje de este es una feminista 'quemabrasieres', 'odiahombres', que necesita un hombre, está falta de sexo o es fea.

Una sociedad que ha vuelto parte de sus costumbres el acoso sexual callejero crea el marco perfecto para que la violencia contra ellas encuentre fácilmente argumentos que lo validen, como lo hizo el señor Andrés Jaramillo. Jessica Valenti, autora del libro Él es un semental, ella una perray otras 49 doble morales que toda mujer debería conocer, asegura que aunque es popular el argumento de que el acoso sexual callejero es un cumplido –“porque se supone que nos sintamos halagadas de que un hombre extraño nos grite algo sobre nuestro cuerpo”– realmente es una forma insidiosa de sexismo. No solo absolutos extraños creen que es apropiado mostrarse sexuales hacia cualquier mujer, sino que el acoso está cimentado en la idea de que es permitido decirles a ellas lo que quieran y cuando quieran.

“Uno podría ver el problema del piropo o de la agresión verbal como una manera de no respetar la esfera de la intimidad del cuerpo, que debería poder deambular sin problema. Culturalmente es una idea foránea y negativa, que sugiere que “acá sí somos chéveres y cálidos”, explica la abogada penalista Isabel Cristina Jaramillo, quien asegura que en nuestro país el cuerpo no es, en el sentido estricto, una categoría jurídica, por ejemplo, mientras que en Estados Unidos existe el crimen de assault, que indica el acto intencional por parte de una persona de crear en otro un posible contacto dañino u ofensivo inminente. “No es parte de nuestra tradición pensar que el cuerpo sea una entidad sobre la que uno tenga derecho. La dificultad para pensar el cuerpo dentro del derecho colombiano es que lo que se ve como categoría es la vida. La vida está en un cuerpo, pero eso no se ve. Se quiere proteger la vida”, explica la experta.

En realidad, la tolerancia a la violencia simbólica que se ejerce sobre las mujeres es un fenómeno que afecta su vida en todo el mundo. Las 811 mujeres que tomaron la encuesta de Stop Street Harassment en 2008, afirmaron en su totalidad que por lo menos una vez al mes asumían comportamientos que se pueden identificar como defensivos. Un 80% dijo que analizaba su entorno, 69% evitó hacer contacto visual, 37% usó ropa que llamara menos la atención y un 42% habló o fingió hablar por el celular. Además, la encuesta reveló comportamientos comunes para evitar el acoso: por lo menos una vez al mes, un 50% de las mujeres cambió de ruta o de acera, un 45% evitó salir de noche y un 40% evitó estar afuera sin compañía. Por último, se midió cómo este acoso motivó a algunas mujeres a tomar decisiones importantes. Un 19% se mudó por lo menos una vez de vecindario por causa de los acosadores en la zona y un 9% cambió de trabajo al menos una vez por su presencia en su ruta diaria.

El problema es que las tipificaciones legales en contra de la violencia femenina son realmente nuevas. “Esta violencia está definida y decretada desde el 20 de diciembre de 1993 por la ONU. Esto significa que antes de 1993, aunque se supiera que existía, no había sido reconocida. No obstante, aun cuando ya han pasado dos décadas, aún no hay menciones relevantes respecto a la conocida como ‘acoso sexual callejero’”, explica Gabriela Santamaría, autora de la tesis “Acoso sexual callejero, un golpe silencioso”, de la Universidad Javeriana, quien añade que “la ONG Stop Street Harassment afirma que solo desde marzo de 2013 se habló por primera vez en la ONU del acoso sexual callejero como un problema a enfrentar".

Además, se reconoce como el legado de una estructura histórica de desigualdad de género: “la comisión confirma que la violencia en contra de las mujeres y niñas se origina en una inequidad histórica y estructural en las relaciones de poder entre hombres y mujeres, y persiste en todos los países del mundo como una forma permisiva de la violación del disfrute de los derechos humanos”, agrega Santamaría. El enfoque que se le ha dado legislativamente en Colombia a este asunto se ha centrado en el ámbito laboral. Hasta el año 2008, era apenas una falta tipificada en el Código del Trabajo como una variación del acoso laboral, lo que dejaba a las no asalariadas y a muchas otras mujeres, una vez que salían de la oficina, completamente desprotegidas.

Ante la incapacidad legal y la falta de políticas que defiendan a la mujeres de la violencia simbólica a la que son sometidas diariamente, y ante la evidencia de que esta permisividad crea el marco propicio para que actos reales de agresión y acceso carnal sean justificables, han aparecido movimientos ciudadanos como el Hollaback! “Empezó en 2005 en Nueva York, con un grupo de tres hombres y cuatro mujeres. Samuel Carter, uno de sus integrantes, se dio cuenta, oyendo las historias de acoso sexual callejero que contaban sus amigas, de que ellas vivían en una ciudad muy diferente a la de él.

Querían organizar algo para cambiar esa situación y la idea surgió cuando Thao Nygen, víctima de acoso, logró defenderse de forma innovadora. Un día, en el metro, un hombre se masturbó enfrente de ella. Ella le tomó una foto con la cámara de su celular y la subió al sitio web Flikr, después de que la policía ignorara su denuncia. La foto terminó en la primera página del New York Daily News. Inspirados en su método, el grupo de jóvenes decidió aplicar su modelo a todas las formas de acoso y documentarlas en un blog público”, cuenta Santamaría en su tesis.

Este tipo de iniciativas empiezan a tener su propia versión en Colombia: Atrévete Bogotá llegó al país en octubre de 2011 y funciona con el mismo sistema. La abogada Paola Marcela Gómez fue una de las tres integrantes del grupo original que se contactó con Hollaback! para traerlo a la capital, con la esperanza de visibilizar y atacar el fenómeno de forma segura. “El portal de Bogotá permite escribir una historia anónima e identificar el sitio donde ocurrió, ya que el grupo está interesado en localizar los puntos focales de los ataques para crear impacto en el desarrollo y formulación de políticas públicas. Creen que el sistema de ‘contar la experiencia’ empodera a la mujer en la calle para que le diga al agresor que no le gusta su comportamiento”, explica Gabriela Santamaría.

Paola Marcela Gómez sostiene que el piropo es una forma de hacerle saber a la mujer que está ocupando un espacio que no es de ella: “la calle es territorio masculino y debemos recuperarlo. El piropo es el reflejo de una sociedad patriarcal, el hombre se siente con derecho a opinar sobre el cuerpo de la mujer. No le tiene miedo a ella y eso se evidencia en que cuando vas acompañada de otro hombre por la calle no te echan piropos. Hay un sentimiento de propiedad, de creer que pueden irrumpir en tu espacio porque tu cuerpo está sexualizado y el del hombre no”.

Así, somos las mujeres quienes debemos empezar a desmontar el silencio y el conformismo frente al acoso callejero, creando un fuerte movimiento social que repudie el piropo, el coqueteo, el toqueteo y los pitazos en las calles, y reclamando una libertad absoluta para vestir lo que queramos, incluyendo las vilipendiadas minifaldas. De esta manera podremos lograr que nunca más alguien pueda usar nuestras conductas o decisiones como motivos justificables para ser agredidas. Una tolerancia cero frente al piropo y el acoso callejero es crear el ambiente para que cualquier insinuación o acción no consentida contra una mujer sea siempre inadmisible.