columna

La treta de los calvos

Samuel Giraldo, 15/3/2009

Por más que haya calvos reconocidos en el mundo de las pantallas, los hombres sin pelo no dejan de verse raros en una sociedad dominada por el fashion.

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No se crean el cuento de que los calvos están de moda.   
 
Por:  Samuel Giraldo
 
No se cómo hubiera sido vivir sin un pelo en la cabeza en las décadas de los 70, 80 ó 90, cuando la melena de los roqueros y las testas leonescas de los deportistas mandaban la parada en la moda. Échele un vistazo a los periódicos antiguos o a las revistas viejas, y piense por un minuto en lo que padecían los calvos de esa época. Tuvo que haber sido durísimo pretender lucir una cabeza brillante en medio de tanta testosterona.
La alopecia en los hombres siempre ha existido, pero se incrementó en las tres o cuatro últimas décadas a causa de la alimentación, el estrés. La herencia genética y otras sintomatologías modernas a las que los dermatólogos le achacan la calvicie.
Y así como los enanos plantean que los perfumes caros vienen en frasco pequeño, los calvos se escudan en anécdotas históricas, chistes baratos o aires de hombría, e incluso con frases romanas atribuidas a los Césares como “a calvo ad calvum”, es decir, “de calvo a calvo, del primero al último”.

Hubo calvos que cambiaron la historia, o están presentes en ella, pero todos pelearon contra la caída del pelo. Aristóteles, Julio César e Hipócrates, entre otros, probaron excrementos de animales, grasa de oso, aplicaciones de fósforo, etc. Todo por no parecer lampiños.

Obvio. La situación era desfavorable para los ‘pocopelo’ y, como por arte de magia o haciendo uso de sus neuronas, casi a flor de piel, se inventaron el cuento de que estaban de moda. Desarrollando toda una suerte de materiales validadores como chistes, estudios científicos y comentarios calificados que reivindicaran su testa afeitada y brillante. Pero la treta de los calvos tuvo sus patrocinadores. Los hombres antiguos nunca fueron tan adictos a las cremas, los champús, los peinados, las depilaciones, y todos los maquillajes, que por épocas han esclavizado a las mujeres. Los hombres eran, simplemente, peludos y machos… Hasta a los laboratorios médicos y cosméticos les dio por adoptar a los calvos y sacarles toda la plata del mundo.

Pregúntele a un dermatólogo para que le confiese que no hay mejor cliente que un calvo: ni se cura ni se muere. Ahí lo tiene de por vida, comprando cremas humectantes cuando el caso está perdido, o minoxidil para quienes no pierden la esperanza, pero si el dinero. Un consejo para el Dane: deberían poner el minoxidil en la canasta familiar. Estoy seguro de que este producto de laboratorio pesa más que la gasolina en la medición del Índice de Precios al Consumidor. Conozco casos en que el gasto del remedio para la calvicie está primero que el pago de su tarjeta. Volvamos al punto: ¿qué mejor negocio que un calvo? No se imaginan la fuente de dinero que descubrieron los dermatólogos en los hombres sin pelo. Nunca les dicen la verdad y juegan con sus sueños de verse como clientes potenciales de un buen peluquero. Los pobres viven mirándose con lupa si el folículo piloso se ha regenerado, y ni siquiera tienen folículo piloso.

Así como las bajitas se amparan en Shakira o Salma Hayek para lucir sus 1,50 de estatura, los calvos escudan su obligado look en imágenes publicitarias como la rapada de Brad Pitt, a quien el guión de The Curious Case of Benjamin Button, lo obligó a hacerlo. Pero los calvos olvidan que no tienen guión, ni les pagan millones de dólares por hacerlo, simplemente, se tiene que resignar.

Finalmente, no estoy muy seguro de que a las mujeres les guste frotar una calva. Suena un poco vulgar, pero no creo que exista esa aberración, a no ser de que sea por puro amor.