editorial

Las apariencias engañan

, 14/7/2009

Susan Boyle demostró con su triunfo como cantante que el talento vale mucho.

Como dice el dicho popular: “no se puede juzgar un libro por la portada”. Eso fue lo que le pasó a Susan Boyle, la escocesa que conquistó al mundo con su voz. Cuando salió al escenario, nadie sospechó que esta mujer insípida, gordita y fea, pusiera de rodillas ante sí a un público exigente y caprichoso como el británico con su impresionante voz.
 
Durante unos días el mundo entero no habló de otra cosa y al poco tiempo su video se convirtió en el más visto en la historia de YouTube. Hoy tiene contratos que sobrepasan el millón de dólares, a pesar de haber perdido en la final del famoso concurso Buscando una estrella, en Inglaterra.

Soltera, de 47 años, mal vestida, mal peinada y, según lo confesó, “nunca besada” –cosa que luego desdijo–, jamás se imaginó que algún día sería una estrella. Hasta ahora su vida giraba alrededor de su trabajo como voluntaria en la iglesia de un pueblo perdido en la Inglaterra rural y de su gato Pebbles. En pocas palabras: una existencia gris y aburrida.
Llegó al concurso sin ninguna esperanza, sin lentejuelas, con un vestido que parecía más bien un saco de papas, sin maquillaje ni peinados extravagantes. Más aun, antes de empezar a cantar se puso a discutir con el jurado, actitud con la que dejó en el público una impresión todavía peor.

No me puedo imaginar el susto y la inseguridad que sentía Boyle en el momento en que subió al escenario. Pero su voz se encargó de hechizar a los espectadores, que al final de su actuación la aplaudieron a rabiar. Y fue la belleza de su voz la que hizo el milagro. A pesar de que su fealdad hizo pensar a todos que estaba fuera de lugar y que estaban perdiendo el tiempo con ella, como en los mejores cuentos de hadas, Susan Boyle se convirtió en una diva, en una celebridad.

Me pregunto, entonces, ¿cómo es que uno se puede equivocar tan fácilmente y abrigar toda clase de prejuicios por cuenta de las apariencias? Es difícil no dejarse llevar por la primera impresión y, más aun, en casos como éste, porque todos tendemos a crear estereotipos, a veces sin darnos cuenta. Como Susan no es joven, ni flaca, ni sofisticada, debería de cantar mal: así pensaron todos los que la vieron la primera vez. Pero si, por el contrario, hubiera sido una rubia divina, no estaríamos contando esta historia.

Pocas veces nos ponemos a reflexionar acerca de si el dejarse llevar por la primera impresión es una buena idea. Y la experiencia prueba que si uno se toma el trabajo de mirar dos veces puede descubrir unos personajes fantásticos. Ese instinto primario que todos tenemos, y que nos hace identificar a la belleza con la bondad y a la fealdad con la maldad no siempre es correcto, es la verdad. Puede que hace 15 mil años el instinto primitivo fuera necesario para la supervivencia, pero parece que ya no es fiable y que más bien nos ha llevado a perder la habilidad de juzgar a la gente.

El caso es que luchamos con tantos estereotipos diariamente que ya es difícil distinguir entre instinto y análisis. Que si es latino, es ladrón; que si es de raza negra, es perezoso; que si es indígena, es mentiroso. En fin, faltan unas cuantas Susan Boyle para dejar a un lado la manía de prejuzgar, y tratar de apreciar los valores de cada ser humano más allá de su fealdad o su belleza. “Uno es una apariencia, pero eso no significa que ese sea su verdadero ser”, decía Epicteto, un filósofo de la antigua Roma que nació esclavo en el año 55 d.C.

Lila Ochoa
Directora Revista FUCSIA