editorial

Las princesas y el Foro de Davos

, 10/2/2011

El ‘síndrome de las princesas’ le impide a muchas mujeres destacarse ante la sociedad.

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Hace poco estaba leyendo en un periódico acerca del Foro de Davos, el pueblito suizo que recibe una vez al año a los personajes más destacados en diferentes disciplinas, en torno a la búsqueda de soluciones a los problemas que aquejan al mundo. Pero un detalle llamó mi atención: la mayoría de los asistentes eran hombres poderosos, en general muy ricos, de esos que están más familiarizados con el movimiento de las acciones y más preocupados por las alzas o bajas de los precios del petróleo que por el aumento desproporcionado de una libra de arroz en el supermercado. Diría yo que están un poco desconectados de la realidad, ¿no?

¿Y las mujeres en este foro? Eran muy pocas, solamente sumaban 16 por ciento de los asistentes, el resto eran esposas. Sin pretender menospreciarlas, parece increíble que en el siglo XXI los foros importantes sean un club masculino y que las mujeres se sientan en éstos como moscas en leche. Conformamos 50 por ciento de la población mundial, pero apenas tenemos una representación de menos de 20 por ciento en las cumbres de talla universal. Porque, aunque tenemos ideas y opiniones para aportar, parecería que no nos toman en serio. Me pregunto a qué se debe este fenómeno, la falta de presencia femenina, y aunque soy consciente de que existen múltiples factores, entre ellos los religiosos, que parecen insuperables en el caso de los musulmanes, pienso que los padres somos responsables en alguna medida de esta subestimación.

Y buscando respuestas me encontré con un libro muy curioso, La cenicienta se comió a mi hija, de Peggy Orenstein, sobre el llamado ‘síndrome de las princesas’ en las niñas y sus efectos en la sociedad. Es que los medios de comunicación, los empresarios y hasta Disney, con sus princesas, han hecho de las niñas una especie de Barbies o maniquíes no aptas para vivir en el mundo real. A partir de los 2 o 3 años ellas empiezan a entender que hay niñas y niños. Desde luego, está bien que se establezcan unas diferencias físicas, pero eso no debería implicar una diferencia en capacidades, inteligencia o desarrollo cognoscitivo.

Los comerciantes que producen los estereotipos de Disney o la Barbie bombardean a las mamás con muñecas de cuerpos perfectos, vestidos de princesas y toda clase de objetos y decoraciones de color rosado, preferiblemente, porque simboliza la feminidad. Poco a poco, sin que las mamás nos demos cuenta, vamos generando una separación de sexos que no es real. Con razón los hombres se sienten perdidos ante tanto dulzor. Y las niñas crecen pensando que las bestias se convierten en príncipes y que sólo los hombres pueden ser héroes, como dice la autora. Se crían inmersas en una ‘realidad de cuento de hadas’ que nada tiene que ver con el mundo que les toca vivir cuando crecen.

Pero, volviendo a lo que fue nuestra formación, todas las mujeres jugamos alguna vez a las princesas y, si bien no pretendo que éstas desaparezcan, me impacta la profusión del color rosado, el lavado cerebral, la insistencia en la mal llamada feminidad, que hace de las niñas unos seres extraterrestres, inseguras y ‘maduradas biches’ desde los 10 años. Las niñas deberían poder soñar con realizarse en igualdad de condiciones con los hombres y no sólo con ser reinas de belleza, modelos, presentadoras de televisión o princesas de mentiras, para que algún día puedan codearse con los poderosos del Foro de Davos, en su calidad de presidentas de naciones y compañías, ministras y empresarias poderosas, y no solamente en su papel de esposas aburridas con abrigo de piel.

Lila Ochoa
Directora Revista FUCSIA