De gira por Ciudad de México

Lina Tono, 15/12/2015

Entre baile y baile, Lina Toro ha podido recorrer el D.F. sin prisa y sin rumbo para dejarse sorprender por sus encantos. Esta es la ciudad que conoció bailando.

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Por: Lina Tono

Esta no es una crónica de viaje común, porque cuando se viaja por diferentes países bailando con una banda, no se vuelve a casa con un bronceado perfecto, o cientos de postales recolectadas, sino con los músculos en llamas, un cansancio inconsolable y la experiencia de haber conocido una ciudad desde un punto de vista muy particular: el del artista sobre la tarima.

Aunque soy periodista y publicista, tengo una vida paralela como bailarina y viajo haciendo performance de danza con La MiniTK del Miedo, una banda de música tropical y electrónica. En México despegamos rápido y hemos ganado el cariño de muchos. Por eso, visitamos su capital tres veces en el último año.

Aunque durante cada viaje la prioridad siempre fueron las pruebas de sonido, los ensayos, los conciertos al aire libre en el Festival Nrmal, el Vive Latino y la Semana de Juventudes, en los bares, en clubes, y las entrevistas con los medios, por fortuna siempre tuve algún rato para escaparme a conocer el tentador encanto de la Ciudad de México.

Algunos lugares de la ciudad ya los había imaginado hace años cuando me aventuré a leer Los detectives salvajes, la novela de Roberto Bolaño, y dibujé en mi cabeza el entramado de calles por las que caminaban —ansiosos de encontrar a su heroína—, los poetas del realismo visceral. Pero por más generosa que fuera mi imaginación, o la pluma del gran Bolaño, durante mis tres viajes recientes pude darme cuenta de que el D.F. realmente es una bestia impredecible, como un Leviatán que muere y vuelve a nacer todos los días con una forma distinta.


Foto: Cortesía Lina Tono


Las tres veces que llegué en avión al D.F. tuve la misma sensación de ser una mosca diminuta aterrizando sobre la piel asfáltica de un elefante. Luego de unas horas en la ciudad se me resecaron los labios por la polución y tuve mucha sed, pero mi cuerpo se fue serenando poco a poco mientras, desde la ventana de la van que me llevaba hasta un hotel, vi aparecer jacarandás florecidos en algunas calles. Engreídos, como deidades sembradas en tierra de mortales, y con los bonches de flores violetas abiertas al cielo, me dieron la bienvenida a ese valle del sol que siempre huele a tortas de maíz.

Estar de gira con una banda no deja demasiado tiempo libre, por eso tuve que conocer algunos de los lugares más bellos de la ciudad desde el bus turístico de dos pisos, que me pareció buena opción por precio y comodidad. Así, pude ver el ángel dorado del Monumento a la Independencia, el Palacio de Bellas Artes, la Plaza Garibaldi, el Museo del Templo Mayor, la Plaza del Zócalo y sus catedrales, la Avenida Insurgentes, el Bosque de Chapultepec y el Museo Nacional de Antropología. En este último me bajé y estuve caminando durante casi dos horas entre las ruinas pomposas de las civilizaciones Maya y Azteca. Vale toda la pena.

Por fortuna, en uno de los viajes también tuve tiempo para escaparme un día a Teotihuacán, una antigua ciudad sagrada cuyo nombre significa en español “donde los hombres se convierten en dioses”. Está cerca de la Ciudad de México, sobre un valle árido donde los aztecas alzaron al cielo dos de sus pirámides más maravillosas: la de la luna y la del sol. Escalé ambas. En la cima de la luna me gané un beso en la boca de uno de mis compañeros de banda y en la cima del sol vi personas extrañas invocando extraterrestres.

Aunque alcancé a conocer bastante del circuito histórico de la ciudad, mis tres visitas a la capital mexicana se concentraron más en las colonias Condesa, Roma y en Coyoacán, barrios que, a diferencia del centro, son mucho más tranquilos, como extremidades por donde la sangre de ese titán que es el Distrito Federal corre algo más serena y ligera.

Siempre que tuve un rato libre me dediqué a caminar por esos barrios con mis colegas minitekeros, sin demasiada prisa o rumbo fijo. Y encontramos sus tesoros. Conocimos mexicanos sonrientes, vimos ancianitos bailando danzones, comimos ceviche de pescado y taquitos en la plaza de mercado de Coyoacán. Compré una ruana típica y unas calacas decorativas en el mercado artesanal. Intentamos entrar a la casa de Frida pero había demasiada fila, entonces entramos a la de Diego Rivera y luego a la de Trotsky. Tomamos la sopa de coliflor más rica del mundo en la cantina El Parnita, probamos platos vegetarianos deliciosos en el restaurante Orígenes. Aprendimos que el mezcal se bebe a sorbos intercalando mordiscos de naranja. Nos enfiestamos en El Imperial, en el Pata Negra y rematamos con enchiladas en El Kalifa. Como nos excedimos con todo, Moctezuma nos castigó con su maldición y nos enfermamos. Vimos muchos perros, parques llenos de gente recogiendo la caca de los perros y conocimos a un señor que sostenía un águila salvaje sobre su mano. El animal tenía los ojos tapados y el tipo aseguró que era el símbolo patrio de los mexicanos. Un ave con los ojos tapados. Por poco nos pareció la insignia de toda Latinoamérica.


Foto: Cortesía Lina Tono


Fuimos a American Apparel y compré pantalones de talle alto, como los de Olivia Newton John en Grease. Vimos a la gente guapa de la capital montando en bicicleta y fuimos a comprar libros a El Péndulo, y al que se convirtió en mi lugar favorito del D.F.: la librería Rosario Castellanos del Fondo de Cultura Económica.

Tuve la fortuna de bailar en festivales enormes y también dimos un concierto en el Zócalo, el ombligo histórico del D.F. que me hizo llorar de nervios. Desde la tarima, mientras una reunión de tribus hipsters, oscuras, rockeras, glameras, raperas, alternativas, cumbieras y bizarras bailaban al compás de nuestra MiniTK del Miedo, sin prejuicio y con el cuerpo dispuesto a llegar al límite, entendí por qué los mexicanos prefieren decirle “reventón” a una fiesta. Esa y todas las veces que me enfrenté con la ciudad, en cada esquina, cada barrio y cada choque de acentos, le declaré un amor nuevo y exploté con ella.

Sí. El D.F. es un reventón.