Quisiera volver a mis siete años

Julia Londoño Bozzi, 19/8/2014

La diferencia entre una niña de 7 años, una de 12 y una mujer de 33, es que en los paseos, mientras la primera se tira al río, la segunda se lanza con cuidado y la tercera apenas se moja los pies.

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Hace poco viajé a la zona cafetera. Nunca había ido. Una amiga de Armenia nos recomendó un paseo en balsa por el río La Vieja como una de las atracciones turísticas de la región. No es un paseo sofisticado, es, más bien, un programa típico, del corte del paseo de olla.

Al río se llega desde Armenia, después de andar algo más de una hora en un Jeep Willys. Para navegar por su curso, durante un poco más de tres horas, hay que llevar salvavidas. No es un plan apto para aquellos que sufren si se despeinan o nunca salen sin maquillaje.

En la balsa, construida de guadua, íbamos tres mujeres adultas, cuatro hombres adultos, un grupo de niños y niñas, y el boga, el equivalente criollo al gondolero de Venecia, un guía de la zona que conoce el río y sabe cómo navegar sin poner en riesgo a los pasajeros.

Una posibilidad para hacer el recorrido era atravesar los rápidos que forma la corriente, lanzándose al agua con el salvavidas, para sentir la emoción de la caída y el torbellino dentro del río y no desde la balsa.

Cuando llegó la primera oportunidad de entrar al agua mi esposo, feliz, se lanzó. Fue el único del grupo de 13 personas. En el siguiente rápido se sumaron los otros tres hombres y un par de niños.

En el siguiente rápido se decidieron a entrar al agua una mujer, el único hombre que no lo había hecho y el resto de niños y niñas.

Nos quedamos en la balsa dos mujeres y el boga, que en realidad no se podía meter al agua porque estaba trabajando.

–¿Por qué no se lanzan? –nos preguntó el gondolero criollo.

–Porque el agua está helada –mentí.

Es verdad que estaba helada, pero incluso si hubiera estado caliente es posible que no me hubieran dado ganas de meterme. Puedo hacer una lista de razones –que cualquier mujer entendería– sobre por qué no entrar al río: no llevábamos toallas, habría que almorzar todavía empapados y permanecer el resto del paseo así –unas seis horas en total–. Al volver a Armenia, yo tendría que andar durante dos días con un morral lleno de ropa húmeda y después cargar ese bultito maloliente en la maleta hasta Bogotá. Todo el que haya abierto una bolsa de ropa mojada, marinada por varios días, sabe de qué hablo y encontrará en esta una razón perfectamente válida para no meterse al río. Sobre todo si es mujer.

Era un puente de vacaciones, uno de los primeros fines de semana libres que había tenido en todo el año y estábamos en un lugar hermoso al que no habíamos ido y al que no sabemos si volveremos. Y yo preferí quedarme tranquila y seca en la balsa. Como la mayoría de mujeres que se suman al paseo, me confirmó el boga.

Del grupo de seis niños de nuestra balsa, dos eran mujeres: una, de unos 7 años, y otra que tendría 12. La de 7 era un niño más: se tiraba de la balsa, salía y entraba del agua y se sentaba de cualquier manera, no se preocupaba por su pelo, por su vestido de baño, no se acomodaba nada cuando salía del agua.

La de 12 me conmovió. Es cierto que la niña se metió al agua y yo no, pero pude reconocer en ella las primeras preocupaciones de mujer: usaba una faldita encima del vestido de baño y cuidaba de que esta no se le descorriera, revisaba que las tirantas del vestido de baño estuvieran centradas, se hacía una colita con su pelo que se ajustaba cada vez que subía a la balsa, se quitó los aretes que su mamá cuidó mientras ella se bañaba, y se sentaba con las piernas bien cerradas. Tenía una total conciencia de su cuerpo, se lo miraba y sabía que otros también lo miraban. Estaba tranquila porque su mamá le había llevado una toalla para secarse antes de subirse al Willys, de regreso a Armenia.

Y aún no tiene que preocuparse por su ciclo hormonal, por usar tampax deportivos, por pintarse las uñas, hacerse la cera, depilarse las cejas ni usar un bloqueador especial solamente para la cara.

Bienaventuradas las niñas de 7 años, porque van a los paseos con la misma libertad con la que van los niños de su edad.