editorial

Lo que no se puede cambiar

, 15/12/2009

La lectura de un buen libro puede dejarnos enseñanzas que influyan en nuestra manera de enfrentar la vida.

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Una tarde soleada de domingo, estaba paseando, disfrutando del aire fresco y el colorido del otoño en Washington. Pensando en la necesidad de llevar buena lectura a las vacaciones de fin de año, entré a una librería. La lectura es uno de los placeres de mi generación que probablemente va a desaparecer muy pronto en manos de lectores electrónicos como el Kindle y demás inventos.

Pero mientras esto sucede, seguiré comprando libros y disfrutado del tacto del papel, continuaré subrayando y doblando las esquinas de las páginas cuando algo me interese. En este estado, casi de meditación en el que estaba, me encontré en un estante un libro muy especial, escrito por un sicólogo, que enseguida me llamó la atención. Se llama Las cinco cosas que uno no puede cambiar. No se trataba, para mi grata sorpresa, del típico libro de autoayuda, sino, por el contrario, de un ensayo basado en la filosofía tanto occidental como oriental. Son ideas que han dado la vuelta al mundo por milenios y que, aunque suenen simplistas, nunca han dejado de tener validez.

Lo leí en una noche y llegué a la conclusión de que había encontrado una especie de manual de vida, una de esas guías que todos soñamos con encontrar para no equivocarnos reiteradamente. Según este libro, hay cinco premisas que están fuera de nuestro control y que, en la medida en que las aceptemos como hechos irrebatibles, nos pueden llevar a encontrar la paz espiritual.

En resumen, todo cambia y todo termina. Una frase sencilla, pero contundente, más difícil de aceptar de lo que pensamos, pues nos hemos acostumbrado a creer que somos dueños de nuestro destino. Con los años, uno aprende que hay cosas en la vida sobre las cuales no tiene control, y que en realidad resultan ser más numerosas de lo que creemos. Toma mucho tiempo entender que no podemos cambiar la realidad con el deseo. Que de un momento a otro la vida cambia sin preguntarnos si ello nos gusta o no, si nos va a doler y si tenemos la fuerza para resistirlo.

La primera reacción es gastarnos toda nuestra energía tratando de forzar el rumbo de los acontecimientos, cuando en realidad somos impotentes ante éstos. Las cosas que no podemos cambiar ponen a prueba las ilusiones y confrontan nuestro concepto de la permanencia, que es la condición que nos hace sentir seguros y, por supuesto a nadie le gusta sentirse inseguro.

Otro planteamiento del libro, nos dice que no todo en la vida sale como lo planeamos, ni la vida es siempre justa. El dolor es parte de la vida y no podemos esperar de las personas que sean leales y nos quieran para siempre. El amor también está fuera de nuestro control. Un día llega y al otro se va, estemos o no de acuerdo.

Pero lo que podemos hacer para aceptar las pérdidas, es elaborar el duelo. Este sentimiento nos ayuda a manejar hechos como la muerte o el final de un amor. Y bien lo dice el libro: hacer el duelo nos obliga a aceptar la realidad. La negación no lleva a ninguna parte. Al contrario, el dolor forma el carácter, nos hace madurar y nos enseña a soltar, a dejar ir. Nos aterra el sentimiento de pérdida, especialmente cuando se trata de una persona, ignorando el hecho de que no somos dueños de nadie. Dejar ir es, tal vez, la lección más importante que saqué de este libro. Todo lo que no tenga solución hay que dejarlo ir, todo lo que no podamos controlar, hay que dejarlo ir. Nunca había pensado que una frase que me decía mi mamá cuando era niña: “En la tormenta hay que ser flexible como las palmeras y dejarse doblar”, fuera una verdad tan contundente, y hoy entiendo su sabiduría.

Esta lectura me recuerda que no es posible recobrar a la persona que perdimos, pero sí podemos conservar las experiencias de la relación. Esto nos debería consolar y hacernos sentir menos solos. Aceptar esa realidad y reconciliarse con ella nos reconecta con otras personas. Conciliar las contradicciones de la vida es lo que nos devuelve la paz y la tranquilidad, pero, sobre todo, la esperanza. Las experiencias nos enriquecen y nos hacen sabios –eso espero–, pues, envejecer debería expresarse en algo más que las arrugas y el pelo gris.

Lila Ochoa
Directora Revista FUCSIA