Perfil

Marie Colvin Una heroína en tiempos de guerra

, 10/5/2012

La historia de esta periodista norteamericana, corresponsal del periódico The Sunday Times de Londres en el Medio Oriente, quien fuera abatida recientemente en Siria por las tropas de Bashar Al-Assad, ejemplifica la azarosa vida de quienes dan testimonio de los horrores de la guerra.

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¿A qué resorte de la sicología de una persona estará adscrita la necesidad de verse impelida a enfrentar siempre el peligro? Es una pregunta que probablemente nunca se hizo Marie Colvin, asesinada el pasado 22 de febrero en la ciudad siria de Homs bajo una carga de mortero que siguió al bombardeo de la casa que ella y algunos colegas suyos usaban como un centro improvisado de prensa. Su convicción acerca de lo que hacía y cómo había que hacerlo no dejan lugar a dudas de que dentro de su figura delgada y sus devaneos de mujer de mundo había una mujer temeraria: “No se puede conseguir la información sin ir a los lugares donde se dispara a otros y otros te disparan a ti. La dificultad estriba en tener la suficiente fe en la humanidad para creer que habrá bastante gente a la que le importe, que lo que cuentas llegue a las páginas de los periódicos, la web o la televisión”, dijo en noviembre del 2010, en un homenaje a varios periodistas fallecidos en zonas de conflicto.

Y es que Marie Colvin había dejado la comodidad de las salas de redacción hacía cerca de 30 años, es decir, que pasó más de la mitad de su vida en la línea de fuego. Nacida el 12 de enero de 1956 en Oyster Bay, Nueva York, estudió Periodismo en la Universidad de Yale e inició su carrera en la agencia de prensa United Press International, en la que llegó a ser jefa de la oficina en París, en 1984. Poco después, en 1986, se vinculó a The Sunday Times como corresponsal en Medio Oriente. Durante casi tres décadas cubrió los conflictos de Sierra Leona, Timor Oriental, Kosovo, Zimbabwe, Chechenia y la reciente Primavera Árabe en Túnez, Egipto y Libia. De las aguas turbulentas en las que navegaba bajo el lema de “informar sobre los horrores de la guerra con exactitud y sin prejuicios”, surgió la primera gran herida a su integridad física: la pérdida del ojo izquierdo en Sri Lanka, a causa de una granada, en el 2001. El parche negro que llevaba desde entonces la hacía una mujer aun más atrayente, no solo para sus colegas, sino para la intelectualidad y los personajes de los que siempre estuvo rodeada.

Christina Lamb, otra corresponsal de The Sunday Times, escribió a propósito de la muerte de Colvin: “Por supuesto, cubrir guerras es un negocio riesgoso. Cuando comencé como corresponsal en 1987, viajando con los muyahidines, nuestra preocupación era la de no pisar accidentalmente una mina antipersona o quedar atrapados en un bombardeo. Pero nunca imaginamos que podríamos ser asesinados de manera deliberada por aquellos cuyas atrocidades estábamos documentando. Bajo las Convenciones de Ginebra, los periodistas que cubren conflictos tienen los mismos derechos que los civiles, y matarlos es un crimen de guerra”.

Dos caras de una personalidad
Los que conocieron de cerca a Marie coinciden en su opinión de que era una mezcla perfecta entre una mujer de sociedad y una profesional en toda la extensión de la palabra. Quizás en contraposición a una tarea que ella asumía como una adicción, en su vida personal tuvo muchos desencuentros que no solamente se tradujeron en tres matrimonios fracasados (dos de ellos con el mismo hombre), sino en varias relaciones más que por la fuerza de las circunstancias se fueron a pique, se estrellaron irremisiblemente contra el peso de la cotidianidad. Tal vez no resulte obvio añadir que Colvin no tuvo hijos, ¿para qué?

Como lo dijo la escritora inglesa Helen Fielding, autora de El diario de Bridget Jones, “era realmente un modelo por seguir, comprometida y valerosa, pero también, y ante todo, una verdadera mujer. Una conversación con ella podía ir fácilmente de la guerra a los hombres. Era asombroso, se hablaba mucho de hombres cuando estaba presente, porque ellos la querían tanto como las mujeres, y era reservada porque el sendero de su vida amorosa estuvo sembrado de dramas. Muchas veladas con sus amigos se alentaron consumiendo una o muchas botellas e intercambiando confidencias. ¿Cuántas veces salió Marie de un restaurante dándole a alguno de sus amigos un gigantesco abrazo y diciéndole; ‘Tienes toda la razón’, e ignorando a renglón seguido cada palabra de advertencia?”.

El terreno donde Marie pisaba de manera osada la mecha siempre pronta a estallar de la guerra, así como un torero se para temerariamente ante el toro antes de darle la estocada final, era también, por la fuerza de las circunstancias, el mismo donde conoció a dos de sus colegas periodistas con quienes se casó. Uno de ellos fue el inglés Patrick Bishop, con quien no solo se unió una, sino dos veces. Bishop, quien trabajó mucho tiempo para The Telegraph como corresponsal de guerra, es hoy en día uno de los mejores historiadores militares de Gran Bretaña y autor de varios libros sobre la participación de las tropas británicas en la Guerra de Afganistán.

Otro de sus maridos fue el también corresponsal de guerra del periódico El País de España, Juan Carlos Gumucio, un boliviano a quien Yasser Arafat se refería como “el palestino boliviano”, por su fisonomía que perfectamente podría haberlo hecho pasar por un árabe en cualquier parte del mundo. Gumucio, quien conocía el Medio Oriente como la palma de su mano, compartía con Marie su pasión por llegar al fondo de la crueldad de las muchas guerras que cubrió. Su muerte es una de aquellas paradojas que se dan a menudo entre los hombres que viven en el borde de un agujero negro, pues se suicidó a los 52 años, en Tarata, Bolivia, donde escribía sus memorias de corresponsal de guerra, exactamente diez años antes de que Colvin muriera en Homs.

La moda, el glamour
Es difícil hacerse a la idea de que una mujer que pasaba la mayor parte de su tiempo sepultada bajo unos pantalones caqui, una camiseta, botas de campaña y un chaleco antibalas, gustara de vestirse bien para cumplir con los compromisos de una vida social agitada. Alexandra Shulman, editora de la revista Vogue, escribió un artículo para The Sunday Times en el que la recuerda como una persona glamurosa, con una notable facilidad para hacer amigos: “Como es el caso de mucha gente extraordinaria, las cosas ordinarias, cotidianas, eran difíciles para Marie, pero la amistad no fue una de ellas. Vivía rodeada de amigos y había desarrollado una vasta red de algunos particularmente devotos en Londres, con los que permanecía en contacto.

“Personalmente, vi por primera vez a Marie sentada frente a la chimenea de la casa del que luego se convertiría en su marido, el periodista Patrick Bishop. La recuerdo en el piso, con su pelo que semejaba un trapeador de cerdas gruesas, hablando en un acento dogmático, con un gran número de cigarrillos a la mano y usando pantalones de combate color caqui. Este último detalle se volvió un motivo de bromas entre nosotras, pues ella juraba que jamás había usado una indumentaria de esas para asistir a una cena: ‘¿Pantalones caqui de combate? , ¿es un chiste? ’, decía riéndose.

“Como cualquiera de sus amigos, nuestros propios dramas parecían pálidos al lado de los suyos, por la naturaleza de su trabajo y la cuota de sacrificio que le correspondía debido a la intensidad con la que llevaba su vida. No estaba hecha para descansar tranquila al lado de una piscina, a no ser que se hubiera ‘ganado’ unas buenas vacaciones, que muchas veces compartió con sus amigos”.

Shulman describió así las cenas que daba Marie en su apartamento de Hammersmith, al occidente de Londres, sobre la orilla norte del Támesis: “Después de mucho tiempo ausente, era frecuente que invitara a cenar a cuatro personas a su casa y que la ocasión se convirtiera en una cena de veinte comensales que probaban los más sofisticados platos, por lo general servidos hacia la medianoche. Ella podía estar en el Medio Oriente un viernes y armando una enorme reunión el sábado por la noche”.

Parece que Marie tenía una disposición genuina para organizar fiestas en las que invariablemente había cantidades industriales de alcohol, peleas, colados e invitados que llegaban a última hora. Bianca Jagger podía aparecer perfectamente en cualquier momento, al tiempo que colmaban el lugar escritores y periodistas. Se ponía feliz de ver a todo el mundo, y si la invitaban a una fiesta se quedaba hasta el final, bromeando y alternando con genuino interés con personas a las que acababa de ser presentada, “con su franca sonrisa como un faro y sus brazos largos metidos entre un vestido que solía ser el más cortico del salón”, según la dibujó Shulman.

El empeño que ponía en verse bien era manifiesto porque, según lo relata la editora de Vogue, “tenía un estupendo cuerpo, atlético, ágil y envidiablemente ajeno a la fuerza de la gravedad, en parte porque la mayor parte del tiempo permanecía bajo varias formas de camuflaje, y le gustaba mostrarlo. Auque se preocupaba mucho de cómo se veía, lo hacía sin vanidad. Era simplemente algo importante para ella, que nunca descuidaba”.

Por eso, ya era una rutina, tan pronto volvía a Londres, ir al salón de John Frieda para someter su pelo ensortijado a un blower que lo dejara brillante y volátil, y sus uñas a una impecable manicure. En su atuendo eran característicos los collares de perlas, los suéteres de cachemir y las chaquetas de cuero hechas a la medida, además de que sentía una especial predilección por la ropa interior fina y la lencería de cama lujosa.

Suena apenas natural que a la personalidad de Colvin, que enfrentaba la azarosa experiencia de la guerra con absurda determinación, estuviera atado un manejo un poco torpe de su propia vida: “Aunque era capaz de penetrar los más difíciles y peligrosos territorios, era tremendamente vulnerable y a veces aprehensiva acerca de lo que la rodeaba, lo que hacía que su trabajo resultara mucho más admirable, pero también era caótica en la forma como manejaba su vida cotidiana”, escribió Shulman.

Y si, por un destino trágico, Colvin llegó a Homs a morir, su vida nunca estuvo exenta de tropiezos. Un viaje por los alrededores de Oxford suponía invariablemente para ella la pérdida de un tiquete, una billetera o su celular. Cuentan que su gran amiga, la productora de televisión y escritora Jane Wellesley, estuvo siempre presta a rescatarla de dificultades, desde reemplazar las llaves de la puerta de entrada de su casa hasta ir en su búsqueda cuando estaba en peligro y nada la hacía entrar en razón.

Colvin ganó dos veces el Premio de la Prensa Británica a la Mejor Corresponsal, el galardón a la Valentía en el Periodismo, de la Fundación Internacional de Mujeres en los Medios, y el de Mejor Periodista del Año de la Foreign Press Association. En su último informe denunció, visiblemente molesta y acongojada, que había sido testigo de la muerte de un bebé a causa de los bombardeos de las tropas de Bashar Al-Assad a Homs, y pidió encarecidamente la intervención de otras naciones del mundo: “En Siria nadie entiende cómo la comunidad internacional permite que esto ocurra”.

“Solo una semana más aquí y volveré a casa”, le había dicho a su madre, Rosemarie Colvin, por teléfono, el día antes de caer bajo una carga de mortero junto al fotógrafo francés Rémi Olchnik. Considerada por los medios británicos como la mejor periodista de guerra de su generación, “creía que cubrir un conflicto podía reducir los excesos de los regímenes brutales, al atraer la atención de la comunidad internacional. Nada parecía disuadirla. Era, más que una corresponsal de guerra, una mujer con una enorme alegría vital, llena de humor, rodeada de amigos que siempre temieron las consecuencias de su valentía”, destacó el redactor en jefe de The Sunday Times, John Witherow.=