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¿Podrá la cultura curarme de la vida?

Syldav, 10/3/2011

Bernardo Hoyos inició la vida con el pie derecho hasta que –en una extraña premonición de su apellido– cayó en un hoyo oscuro que a los 30 años trastornó... para siempre su proyecto de vida.

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A todos nos enseñan a subir, pero a casi nadie le enseñan a bajar. Competencia, esfuerzo, agallas, ambición es el pan de cada día de la cartilla personal de cada quien, pero no todos sabemos qué hacer cuando la vida nos lanza a un abismo, nos planta un muro o nos obliga a andar un camino impensado. Ese fue el caso de Bernardo Hoyos.
Las generaciones jóvenes poco saben de él, pero quien incursione en la vida cultural encontrará alguna huella que él dejó a su paso; paso que inició con pie derecho hasta que –en una extraña premonición de su apellido– cayó en un hoyo oscuro que a los 30 años trastornó para siempre su proyecto de vida.


Todo empieza para Bernardino, su nombre de pila, con las voces del coro retumbando en las paredes de la Iglesia de Santa Rosa de Osos, Antioquia, población en la que nació y estudió. La música se convertiría en el mástil que señaló el camino. En 1953, apenas cuatro años después de la aparición de los discos LP (long play), el rector de la universidad en donde estudiaba Derecho le ofreció hacer un programa de música en la radio Bolivariana por 80 pesos mensuales. Tenía 20 años. Al tiempo que estudiaba, conseguía discos comprados o prestados y transmitía lo mejor del jazz de la época. Fue tanto el éxito del programa, que, en retribución por dar a conocer el jazz en estas tierras y a través del Colombo Americano, recibió una beca Fulbright, que contaba entonces, y aún lo hace, con un gran prestigio y coronaba a su dueño con excelencia académica.
En Washington aprendió inglés y en Nueva York se hundió en el mundo cultural que ya empezaba a definir sus propósitos. Por eso, la siguiente meta fue obvia: Europa. Dejó de fumar para ahorrar los dólares que le costaba el paquete, puso el presupuesto en cintura, y con lo que ahorró compró un viaje de ida y vuelta que lo llevaría en barco desde Nueva York hasta Leavre, y lo regresaría cuatro meses después en el barco Il Uso Di Mare desde Barcelona hasta Cartagena.

Dos meses en los museos, teatros, bibliotecas y calles de París, uno en España y otro en Italia le dieron el primer baño cultural in situ que le daría las primeras bases para sus sólidos conocimientos culturales. Al regresar a Colombia, al igual que cualquier joven, pensó en convertirse en ejecutivo en áreas relacionadas con sus gustos personales. Así, Bernardino se convirtió en el decidido Bernardo que trabajó en Cine Colombia, en Atlas Publicidad, en McCann Erickson y en Dinavisión, hasta que le ofrecieron el cargo de relacionista público en una compañía en Nueva Orleans. El tic tac del reloj marcó una nueva partida, acercándolo al vuelco que, sin falta, daría su vida.

Pasado un tiempo de vivir en la ciudad del jazz, compró de nuevo un pasaje a Europa, esta vez, a la ciudad que constituía La Meca de sus ilusiones: Londres. Una noche del otoño de 1966, en un bar de Wimpole Street, los amigos con quienes compartía unas copas le contaron que emprenderían en poco tiempo un viaje a Italia y Yugoslavia. Al escuchar el conocimiento detallado que sobre Italia tenia Bernardo, le propusieron acompañarlos en calidad de guía. Bernardo dio el primer sí que cambiaría para siempre su destino.

Una mañana, al despertar en un hotel en Yugoslavia vio el equivalente a una moneda negra instalada en medio del ojo derecho. Una revisión urgente en el hospital de la zona diagnosticó una rara infección que adquirió en algún momento del viaje. Seguro de que el antibiótico cumpliría su función, Bernardo continuó la gira hasta que, seis días más tarde, al entrar a una iglesia el piso empezó a oscilar, a moverse, a quebrarse... Alarmado, regresó a Roma en busca del profesor Vietti, autoridad en la materia. A las seis de la mañana del día que señaló el giro drástico que tomaría su vida, sentado solo en una banca de un corredor de hospital, mantuvo la calma cuando Vietti se acercó, lo examinó y sin emoción dictaminó: “Desprendimiento de retina doble” en ambos ojos. El atareado profesor pronunció esas palabras y siguió su camino dejando a Bernardo sin aliento y con cada palabra retumbando en la mente: estaba ciego. Tenía 32 años.

El temor inicial cedió pronto frente a una sólida vena filosófica que lo ha acompañado siempre. Pensó: “Nadie será tentado más allá de sus fuerzas”, palabras de San Pablo, y también: “No quiero quedarme ciego ni morirme en Roma”, palabras de él. Regresó solo a Colombia para iniciar una odisea clínica de varios años –operaciones exitosas, operaciones menos exitosas, periodos en los que la visión parecía recuperarse, periodos de oscuridad total– hasta llegar a la situación que constituía un verdadero golpe a su vida: imposibilidad de leer. Pero la vida que le quitó por un lado, lo compensó por otro. En uno de los periodos “buenos” de su visión conoció a Constanza Montes, a quien dio el segundo sí que cambiaría para siempre su vida. Constanza se convirtió, no en su bastón, porque Bernardo siempre ha caminado solo, sino en la persona que compartiría su vida, literalmente, en las buenas y en las malas. Aprendió a hacer mapas mentales de los lugares de trabajo, número de escalones, puertas, giros, voces. La luz y sombra que le permiten los ojos se convirtió en su realidad en blanco y negro que maneja con gran propiedad y mucha dignidad. También llegó a sus manos una lupa que le permitió volver a leer con un ojo, sobre todo a Proust, a quien recita de memoria en español, inglés y francés. Ahora lo está leyendo en italiano.

Su determinación de llevar una vida normal lo condujo a conseguirla. En 1990, fue nombrado relacionista público de Bavaria y unos años después editor de la revista International Management, con sede en Londres. Allí aceptó ser redactor internacional de la BBC en donde trabajó nueve años. Hoy, a los 76, Bernardo piensa que “la vida, más que dificultades, me ha dado oportunidades”, se considera afortunado de haber podido trabajar y seguirlo haciendo en lo que le gusta: cine, literatura y música. Una inusual y constante calidad humana, que rige su comportamiento y sus palabras, ha llenado su camino de cierta reverencia que le otorga quien se acerca. Nunca ha odiado la vida por la carga que le puso y, por el contrario, siempre “he hecho lo indispensable”, para cumplirle a su familia, al trabajo y a sí mismo. Los afectos que Bernardo crea se resumen en las palabras de su único hijo, Juan Sebastian, cuando le pedí que me hablara sobre él. Me dijo: “Por supuesto, cuando quieras. Nada que me guste más en la vida que hablar de mi padre”.