Marruecos: travesías soñadas e imposibles

Sofía Villamil, 14/12/2014

Sofía Villamil narra su enamoramiento de Marruecos se dio en el desierto, no en las playas sobre el Mediterráneo. Crónica de viajes.

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Mi primera vez en África no habría podido tener un destino más romántico y excitante que Marruecos, y aunque debo reconocer que no fui en plan de pareja, la puerta norte de entrada al continente negro que en sus límites con el Mediterráneo es más bereber que negra, parece una poesía o una declaración de amor hecha con imágenes. Marruecos tiene de todo un poco, desde las cumbres nevadas de los montes Atlas en donde en invierno se puede esquiar y hacer snowboarding, una imagen que pocos relacionan con este país desértico, hasta las inmensas dunas naranja intenso del desierto del Sahara, salpicado de beduinos, camellos y pequeños hoteles oasis. 



Mi viaje, que no era de placer sino de trabajo, comenzó en Bogotá, en un vuelo de 21 horas con escala en Frankfurt y de allí finalmente volamos a Casablanca. Sabía por referencias acerca de los atractivos de Marrakech y sus zokos (bazares), la maravillosa ciudad azul y la propia Casablanca, pero no alcancé a poner un pie en tierra cuando ya estaba metida en un carro con mis compañeros y todo nuestro equipo de fotografía rumbo a Midelt, un lugar que seguramente no figura dentro de los planes turísticos tradicionales. Mi trabajo consistía en realizar un pequeño documental sobre la Titan Desert, una de las travesías de bicicleta de montaña más difíciles del mundo, en la que más de 600 ciclistas de los 5 continentes surcarían 700 kilómetros de montaña, dunas de arena, lechos de ríos secos, cañones y otros paisajes indómitos que yo no sabía si sería capaz de recorrer en bicicleta. Pirry, el director de mi programa, lo intentaría, sin embargo, detrás de bambalinas yo también atravesaría mi propia aventura. 

Después de siete horas en carro, entre dormida y despierta, llegamos a Midelt y no alcanzamos ni siquiera a desempacar nuestras maletas cuando, de pronto, un sudor frío me recorrió la espalda, ¡no podía ser!, faltaba una de las maletas, la más importante, la de Pirry, que se levantaría a correr al otro día a las cinco de la mañana. No lo dudé dos veces, cinco minutos después estaba otra vez camino a Casablanca en la misma camioneta oyendo la misma música y disfrutando de un paisaje invisible porque de noche uno no conoce nada y todo el desierto se uniforma en su oscuridad inmensa. 



Haciendo cuentas, para cuando llegara otra vez al desierto completaría 21 horas en carro pero a fuerza de buena actitud y de tantas horas con mi chofer marroquí empecé a adentrarme en la cultura que me circundaba. Más valía disfrutar, por ejemplo, de esa música, repetitiva, nostálgica, llena de instrumentos desconocidos. En algún momento paramos a comer shawarma del auténtico, donde los conductores suelen hacerlo; suspiré y me sentí feliz. Mi experiencia de tantos días apenas comenzaba y creo que ya había pasado lo peor, ahora todo sería ganancia. 

Al día siguiente, junto con el resto del equipo, empezamos a recorrer las huellas de los ciclistas desde una perspectiva bastante cómoda, teniendo en cuenta que íbamos en un Land Rover perfecto para el desierto, cuyo color verde aceituna hacía juego con mis pantalones, mis botas de campaña y mi chaleco de periodista. 

Conocer Marruecos desde el punto de vista de los hoteles cinco estrellas y los tours tradicionales debe ser muy lindo, pero hacerlo por estos paisajes ignotos de pequeños poblados y hermosas villas que encierran la verdadera esencia del pueblo del desierto es algo que pocos pueden contar. Durante las noches acampábamos en haimas beduinas, nos refrescábamos en improvisados baños que la organización de la carrera había dispuesto para los participantes y los periodistas, y cuando uno se despertaba en la noche tan solo tenía que salir de la tienda y caminar unos pasos para quedar atrapado entre la arena y la inmensa bóveda del firmamento. Un cielo limpio como pocos he visto. 

Al otro día de la carrera, otra vez apremiados por el tiempo y prácticamente “empaquetados” en el carro, nos encontramos en la mitad de la carretera una pequeña casa tan rucia como sus habitantes, tan empolvada como el desierto, casi que camuflada con el entorno, diría que me la encontré por accidente. No había tenido tiempo de hacer muchas compras, ni lo tendría de aquí en adelante, pero al sacudir la arena de la entrada y abrir las raídas cortinas me encontré con una versión personal del bazar de Marrakech, ahí estaba todo lo que quería, las telas que le compré a mi madre, las teteras para mi hermana, el collar con el que soñaba antes de venir y a unos precios bastante amables, tanto que ni siquiera quise regatear con los propietarios.

Partimos del sorpresivo almacén y lo último que Pirry encontró fueron unos pequeños fósiles que atestiguaban que este inmenso desierto, este océano de fuego, alguna vez fue un mar líquido que se trasladó a algún otro lugar en este planeta nuestro, tan dinámico.

Marruecos será siempre para mí un viaje inolvidable. Muchas veces todavía, cuando cierro los ojos y veo las imágenes del color naranja ácido de sus paisajes, el azul eléctrico de sus cielos y el dorado que desprenden los hermosos personajes con los que me topé, solamente me viene a la cabeza la idea de volver a recorrerlo y enamorarme.