Una mirada a Rusia: a la cacería de feminidad y estilo

Vanessa Rosales, 14/12/2014

Vanessa Rosales, experta crítica y asesora de moda, nos relata su viaje a Fucsia, visto a través de las prendas que usan las mujeres en su cotidianidad. Crónica de viajes.

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Por: Vanessa Rosales

Ningún signo es someramente legible. Salvo las escasas palabras que destellan con familiaridad por el logo norteamericano que exhiben, el significado de otras en fachadas y avisos se escurre bajo la neblina de una lengua distinta. En esa extrañeza, las imágenes son un medio de experiencia más macizo. Especialmente para una mujer cuyo lenguaje escrito es una navegación permanente a través de la belleza, la feminidad y el estilo. 

En mi mirada, Rusia, como muchos lugares por donde ha pasado el comunismo, tiene el alma fusilada. Moscú tiene un aire de rigor árido, sus temperaturas y luces cromáticas contrastan con mi origen Caribe y con la pasión que experimenta mi fundamento de esteta en un lugar como París. La espesura del frío crea un filtro de luz predominantemente gris. Las pieles de los transeúntes son pálidas como la atmósfera invernal que se ha instalado ya pese a que, en teoría, es el otoño el que ha empezado a descender sobre la ciudad. Las fachadas son grisáceas. Las distancias extendidas. Largos los embotellamientos automovilísticos. Hay monumentales edificios esculpidos con la austeridad y la escala insigne del comunismo. 

Pero hay también vestigios de una opulencia incomparable; de una capacidad estética que deslumbra por sus cruces de antigüedad turca y bizantina; donde se sincretiza la fe religiosa con la concupiscencia material. Esa es la impresión cuando, al interior del Museo del Kremlin, la mirada se encuentra con aquella Rusia hecha de perlas que, como hilos, van incrustadas en piezas de halo irreal; donde hay rojo, azul, verde esmeralda y violeta tibio; donde fulgores coloridos van mixtos con brocados; en la finura de la madreperla que estalla, ínfima y extraordinaria, ante la mirada de quien siente palpitación frente a la facultad humana de crear una belleza que sobrevive al tiempo y su inclemente paso. Esta, pienso, es una belleza ambigua, que resistió y se ahogó con las sofocaciones del comunismo –un sistema que asesinó dioses religiosos para erigir nuevas deidades, igualmente alentadas por el fanatismo.

Porque mi condición de escritora de moda me conduce de manera ineludible a surcar todo aquello que pueda envolver el término “estilo” en cualquier lugar, soy siempre y agudamente consciente de lo que visto; estoy particularmente atenta a los hábitos sartoriales de las mujeres nativas; y mis sentidos parecen más entrenados que los de mis acompañantes para cazar –y encontrar– lo que expresa el espíritu estético de una ciudad. 

Vestirnos es una oscilación permanente entre nuestro impulso de adornarnos y nuestras necesidades de funcionamiento. Es una amalgama donde converge lo físico con lo psíquico; donde se hilvanan la ocasión, la temperatura, las precisiones de la vida, el estado de nuestra psicología. 

En Moscú, donde el frío lacera con sus filos, donde la paleta no es tibia sino descolorida, el otoño arroja sobre esta un halo de dureza que no la hace como la neoyorquina –de urbe selvática, egos y energías incalculablemente disímiles que se cruzan entre sí–, sino más bien una aspereza de país vasto y anciano, de inviernos prolongados y sistemas que colisionan con quien proviene de latitudes tropicalistas y húmedas. En Moscú, en el metro y en las aceras, la mayoría de mujeres van vestidas como es habitual en los paisajes urbanos: como mortales que se visten para funcionar en vidas menos de adorno y más de realismo. Cuando hace frío y una mujer debe caminar, vestirse es un acto que se suscribe a veces a la simple búsqueda del movimiento libre.

Entre las rusas abundan los abrigos con cinturones ceñidos; la palidez de los rostros que asoman entre las ropas de frío hace relucir un tono profundamente rubio o el contraste del pelo oscuro. En una función de ballet, sin las capas que exige el frío, se observa una concupiscencia femenina que puede relacionarse con las latinas. Muchas han escogido botas que alcanzan el borde de las rodillas. Pero la realidad visual enseña que la mayoría llevan vidas desentendidas de esa moda que con ilusoria riqueza asoma en nuestras pantallas. 

En mi cacería, que alcanzó también los suelos de San Petersburgo, el estilo rebasa los hábitos femeninos del vestir y envuelve los salones ensoñadores de los museos del Hermitage y el Palacio de Peterhof. Porque el estilo en Rusia se lee también en las formaciones de tilo bañadas en oro; cristales incandescentes que lagrimean en habitaciones amplias cuya exuberancia material destila el singular lenguaje de la realeza rusa, iridiscente y excesiva (la emperatriz Isabel acumuló 15.000 vestidos en vida, atrayendo la bancarrota del Estado mientras se prohibía a sí misma la repetición).

En Rusia queda el rastro de una tradición zarina cuya opulencia tal vez ninguna otra cultura pueda equiparar. Todo ese estilo, de gamas bizantinas, cúpulas de oro y esculturas de fulgor, fue sofocado, desde 1917, por la sombra de un comunismo sistemático que también sobrevive en la arquitectura, en ciertas cafeterías y en sus energías. En el esquema de la moda global de hoy, ciertas rusas notables destilan un sentido de estilo que de manera contemporánea tiene rasgos de esta exuberancia material, esa belleza de tintes excesivos. En los salones de Catalina I, la mirada que caza puede pensar en Lena Perminova o Miroslava Duma y observar, en los hilos invisibles del tiempo, un parentesco esencial, una naturaleza estilística que varía, claro, según el contexto histórico pero que guarda un elemento de linaje. 

La historia, con sus ciclos, tiene formas peculiares de mostrarnos el poder de la ironía. En la Plaza Roja, frente al austero, colosal y ya olvidado mausoleo erigido a Lenin se encuentra Gum, un aposento enorme de lujo imposible; el centro comercial más costoso del mundo, un bello y vasto edificio colmado de boutiques de alto perfil. La sofocación impuesta por los dioses del comunismo no pudo extinguir el fulgor de un país que, pese al sistema más severo, ha visto brotar de nuevo la esencia de un estilo concupiscente y excesivo.