editorial

Sentirse bien

, 8/10/2009

Una razonable disposición a enfrentar la adversidad no les vendría mal a las nuevas generaciones.

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Por Lila Ochoa
Estas son las palabras de moda en nuestro tiempo. No hay cabida para la frustración y hablar sobre las dificultades de la vida no es muy glamuroso; hay que sentirse bien a como dé lugar, de lo contrario, la imagen que se percibe de uno es la de un perdedor. Se escriben ríos de tinta sobre el tema, los autores de los libros de autoayuda se sienten especialistas y, por qué no decirlo, dueños de la fórmula para alcanzar la felicidad. Todos tienen la panacea y, aunque el tema no tiene nada de nuevo, no deja de ser atractivo para todo aquel que piensa que la felicidad, el sentirse bien, es cuestión de seguir un manual de instrucciones. Me confieso lectora de algunos de ellos, más por curiosidad sociológica que como creyente de las teorías que exponen. Pensar que se puede lograr una vida sin altibajos, sin dificultades y sin dolor, es la utopía de este milenio y de las nuevas generaciones.

Así como en el pasado se creía en los beneficios de la disciplina y hasta en los del castigo corporal, en la actualidad la premisa es que el mantenimiento de la autoestima debe ser la prioridad. Desde la infancia, en el colegio, uno empieza a trabajar para alcanzar esa meta pues, con las mejores intenciones, padres y profesores piensan que hay que minimizarle las dificultades a los niños y evitar como sea el dolor. Se trata de educar niños felices, dicen ellos. El resultado: personas incapaces de enfrentarse a la frustración, que siempre están buscando gratificación inmediata, que sienten que se merecen todo.
La felicidad siempre ha sido un tema vital para el ser humano. Ya lo dijo Aristóteles hace más de dos mil años: “Todos aspiramos a la felicidad”. Pero si en esa época, la forma de alcanzarla se valía de la ética y de los valores, hoy es la sicología la encargada de esa tarea. Este cambio está afectando profundamente a la sociedad, pues si antes la vida se basaba en los valores éticos, en desarrollar el coraje, el valor, la honestidad y la fortaleza espiritual, hoy todo induce a la ausencia de sentimientos desagradables como el sentido del deber, el esfuerzo o el remordimiento.

Reafirmar la autoestima es, pues, lo importante, y se ha llegado a pensar que para obrar bien hay que sentirse bien. Pero se nos olvida que no necesariamente el hecho de actuar bien produce bienestar. Hay muchas ocasiones en que hacerlo es el resultado de decisiones duras y dolorosas. No todo se vale en la vida para sentirse bien. Explorar todos los sentimientos, todas las sensaciones, por ejemplo, puede llevar al uso de las drogas, a la violencia sin sentido y a relaciones tormentosas. Los niños educados para ser felices son en realidad frágiles, minusválidos emocionales incapaces de afrontar las realidades de la vida que muchas veces entraña la frustración.

Todos deseamos para nuestros hijos una buena vida en la que todos sus deseos se puedan realizar. Pero la realidad no es así, y cuando la vida les presenta situaciones difíciles se desmoronan, se deprimen o, lo que es más grave aun, reaccionan con agresividad. Finalmente, les habíamos prometido la felicidad y sienten que los defraudamos en el momento en que tienen que asumir la frustración, pues no tienen las herramientas, ni la capacidad, ni la fortaleza para encontrar soluciones.

En esta generación se ha asociado el concepto de amor con la negación de la realidad, para minimizar el sufrimiento. En generaciones anteriores, particularmente en aquellas que vivieron las guerras mundiales, el concepto era diametralmente opuesto. Se invocaba el sufrimiento como una necesidad para alcanzar una meta superior. Ya fuera la defensa de la patria o la búsqueda del bien común y, según la religión que se profesara, hasta el premio final de llegar al cielo.

En las circunstancias actuales, muchos de estos valores han quedado atrás. Sin embargo, el péndulo se ha movido demasiado y la búsqueda de la felicidad individual como única meta ha producido más infelicidad que la invocación al sacrificio del pasado.
Podría, entonces, afirmar que un acto de amor inteligente es más bien poner límites y no ser permisivo. Finalmente, aunque suene un poco pasado de moda, hay que saber decir “no”.