Cómo es sobrevivir a un abuso sexual

Arnoldo Mutis , 19/6/2014

Una activista que sufrió en carne propia este maltrato explica sus graves secuelas y los caminos para liberarse de ellas y salir adelante. Los padres deben estar alerta para cuidar a sus hijos en todos los espacios y escuchar siempre lo que tengan que decir.

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El problema está en las noticias todos los días. Hace poco, Time le dio despliegue en portada a su frecuencia en las universidades de Estados Unidos, la actriz Pamela Anderson sorprendió al revelar que fue víctima de estos vejámenes en la infancia y el Vaticano anunció que destituyó a 884 sacerdotes culpables de tales delitos en la última década.

En Colombia, la situación es calificada de dramática por las autoridades, cuyas cifras hablan de más de 19.000 casos en 2013, es decir, un promedio de 52 víctimas al día, en su mayoría niños. El Instituto de Medicina Legal asegura que cada 14 minutos un pequeño sufre estas agresiones y que  solo entre el 5 y el 10 por ciento de los casos es denunciado.

“No todas las historias se publican en los noticieros o los periódicos. Son dramas que se viven en secreto y que se destapan en los momentos menos esperados”, anota María Victoria Zambrano, una abogada colombiana que trabaja en favor de las víctimas de este flagelo. En la infancia y en la adolescencia padeció abuso  sexual por parte de personas cercanas a su familia. “No me avergüenza decirlo porque soy una sobreviviente”, explica esta mujer de 45 años, quien además de ejercer su profesión en la Empresa de Telecomunicaciones de Bogotá (ETB), es representante de víctimas ante el Consejo Distrital de Atención a Víctimas de Violencia y forma parte de organizaciones como la Asociación Afecto.

Como abogada, explica que se trata de un delito con una dinámica muy diferente a la de los demás. La agresión a las niñas y los niños (ellos también soportan estos abusos), se inicia, en la mayoría de los casos, en el hogar y el colegio, donde se supone deberían estar más protegidos. “Los pequeños no están seguros en sus casas”, advierte. Por otra parte, mientras que en el acceso carnal violento o violación raramente existe una relación de consanguinidad o afinidad con el agresor, en el abuso sexual sí, y ello determina en gran medida las huellas que deja en quienes lo experimentan. A menudo, estos últimos provienen de familias disfuncionales, a cargo de uno solo de los padres, reconstituidas o en las que la madre tiene que ausentarse durante largo tiempo del hogar. En su estudio sobre el asunto, los españoles Enrique Echeburúa y Paz de Corral citan además que los hijos de madres que pasaron por estos atropellos serán propensos a repetir la historia.

“El agresor suele estudiar a la familia para saber cuáles son los espacios y momentos en los que puede acercarse a los niños o adolescentes y cultivarlos de modo progresivo”, asegura María Victoria. Así, tratan de que ellos se familiaricen con la desnudez, o acuden a juegos de manos y de roles a través de frases como “eres mi novia”.

El arma que los expertos más destacan de estos agresores es la manipulación que ejercen a partir de la superioridad que tienen frente al niño. “Usan la amenaza, el chantaje y lo silencian haciéndole creer que él tuvo la culpa. También le aseguran que si no accede a sus deseos le va a pasar lo mismo a sus hermanos o que matarán a su madre. Si no se rompe esa manipulación, el niño no va a hablar nunca”, relata la activista.

Ese sigilo causa graves perjuicios a corto plazo, entre los cuales los especialistas distinguen problemas de sueño, pérdida de control de esfínteres, consumo de drogas y alcohol, huidas de casa e hiperactividad. En el campo sexual, los menores pueden presentar conocimiento precoz o curiosidad inapropiados para su edad de estos temas y masturbación excesiva. En lo social suelen volverse retraídos y adoptar conductas contrarias al orden establecido.

Sin embargo es quizá la esfera emocional la que más daños enfrenta, a juzgar por la lista que presentan Echeburúa y Corral: estrés postraumático, miedo, agresividad, culpa, vergüenza, ansiedad, depresión, baja autoestima, rechazo del propio cuerpo, rencor hacia los adultos, etc. María Victoria Zambrano experimentó casi todos estos síntomas y habla también del odio que sintió por sí misma, común también en estas víctimas: “Ello depende de su desarrollo psicosocial, de si es un niño o un adolescente y del grado de confianza y amor que lo ligue a su agresor. Pongamos el peor de los ejemplos: el abusador es el padre. Cuando la relación con la hija a la que ultrajó es muy cercana, va a ser mucho más grave el efecto. Si ella revela lo que pasó y se ve rechazada por la madre, condenada por sus parientes y señalada como la causante de una eventual separación de los padres y de que el papá vaya a la cárcel, comienza a odiarse a sí misma”. Se culpa de haber causado el abuso y la destrucción de su familia. Y cuando no les creen que dicen la verdad, los efectos se multiplican.

Cuando estas secuelas no se tratan, vienen los efectos a largo plazo, como la falta de control de la ira. Pero es el posterior desempeño sexual el que más se ve afectado. Si los hombres presentan problemas de disfunción eréctil, las mujeres pueden, por su lado, sufrir de falta de placer y orgasmo, al igual que rechazo por el sexo opuesto. En el inconsciente, además, quedan huellas que afloran intempestivamente, ante el estímulo de un color, un olor, un objeto, un gesto o una posición para hacer el amor que se asocia a los momentos en que se dio la agresión.

Muchas mujeres escogen luego como parejas a hombres que las maltratan. Ese fue el caso de María Victoria, quien confiesa: “No identifiqué los hombres buenos porque no sabía lo que era eso”. Uno de esos episodios de violencia fue tan fuerte que la hizo buscar ayuda. “No quería que mi hija (hoy de 24 años) viviera lo que yo viví”, afirma. En la terapia psiquiátrica a la que se sometió, afloró el abuso sexual como la causa profunda de su mala relación, aunque en principio no lo recordaba, porque la mente muchas veces suele solucionarlo así como mecanismo de defensa. En sus labores como activista, ahora encuentra que su historia se repite en muchas mujeres.

“La vida no se acabó por lo que pasó. No podemos darles a nuestros victimarios más de lo que nos robaron: inocencia, paz, salud, nuestra niñez y adolescencia. Si hubiera dedicado mi vida a seguirlos odiando no sería la mujer que soy ahora”, cuenta María Victoria, quien se precia de las bellas relaciones que hoy tiene con su hija y con un nuevo amor. “Me preocupé por mí sin dejar de lado el proceso de justicia que debe ser una condición sine qua non”. Pero ello no basta y es por eso que habla de un acompañamiento paralelo que involucra a una familia protectora, el colegio (en el caso de los niños), la terapia y una guía espiritual, si existe una honda conexión con un credo religioso.

Para la abogada, “lo más importante para empezar es romper el silencio. Nunca es tarde para hablar, curarse y rehacerse como persona y como mujer”, concluye; además les dice a sus congéneres que corrieron con la misma suerte: “No te avergüences, no tuviste la culpa, no eres la única”.