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No hay que tenerle miedo a la muerte

Lila Ochoa, Directora Revista FUCSIA, 19/11/2012

El final del camino no debe estar acompañado de sufrimiento, sino de levedad. Sin lugar a dudas, los colombianos tenemos una relación especial y muy cercana con la muerte.

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Ya no me acuerdo cuándo empecé a pensar en la muerte. Yo diría que es un tema sobre el cual he meditado toda la vida. Desde muy pequeña, me puse como meta no tenerle miedo, pero no sé exactamente por qué. Tal vez sea por el hecho de vivir en un país tan violento como Colombia. Nací en la época de la violencia partidista y desde entonces, bien sea por cuenta de esta, del narcotráfico o de la guerrilla, he sentido que la vida se nos puede acabar en cualquier momento. Los periódicos y los noticieros se encargan de mostrar una guerra que nunca acaba. Todos los días contamos los muertos. Sin lugar a dudas, los colombianos tenemos una relación especial y muy cercana con la muerte.

En mi camino me encontré un buen día con una frase del filósofo griego Aristóteles que me encantó y que casi, casi, diría que me iluminó. Aludía a que cuando los problemas tienen solución hay que resolverlos y cuando no la tienen, hay que archivarlos en un cajón. Como la muerte es algo que uno no controla, no hay que preocuparse, ni tenerle miedo. No digo que sea fácil, pero si uno asume el hecho de que no es inmortal y de que todos los días hay que prepararse para irse de este mundo, es más fácil familiarizarse con esa idea.

Todo esto me llevó a pensar en el desapego, un sentimiento que hay que cultivar para lograr realmente pensar en la muerte como un acontecimiento más en el camino de la vida. Desapegarse de las cosas y de las personas es necesario para encontrar la paz interior, para afrontar el final. La muerte violenta no me preocupa, es la enfermedad lo que me pone a cavilar. Esto, porque siento que, muchas veces, a los médicos de hoy en día se les ha metido en la cabeza que son dioses y que gracias a los adelantos científicos pueden ganarle la batalla a la muerte. No piensan que una persona en una cama de hospital, conectada a cuanto cable existe, en realidad no está viva. No piensan en el desgaste de la familia, ni en los costos astronómicos, en el dolor de ver a un ser querido en esas circunstancias.

Personalmente, creo que este es un desgaste inútil y que en lugar de dejarle una herencia a los hijos para que tengan una mejor calidad de vida, lo que les deja uno son cuentas astronómicas por pagar. Por ejemplo, no estoy muy segura de que los tratamientos contra el cáncer, demoledores físicamente, valgan la pena. ¿No será mejor vivir menos tiempo pero con algo de calidad? Sé que este es un tema controvertido, pero sinceramente considero que los médicos debían ayudar a las personas a morir bien y no a vivir como unos zombis, tendidos en una cama, esperando a que llegue el momento.

La eutanasia tiene muchos opositores, soy consciente de ello, pero ¿por qué no le cambiamos el nombre? “Buen morir” o “morir dignamente” es una sugerencia, y este debería ser un derecho inalienable.
No es un tema de política o de economía, pues no se trata de vivir más de cien años pero padeciendo demencia, usando pañales o sufriendo de depresión. La idea es vivir los años que sean, pero en buen estado. Se deberían establecer unos programas de cuidados paliativos que no impliquen hospitalización. Tampoco se trata de encontrar una manera rápida de desocupar las camas de los hospitales o de disminuirles los costos de atención a los pacientes. Solo digo que un buen final consiste en morir rodeado de la familia, con dignidad, sintiéndose amado y sabiendo que la muerte es tan solo otra parte del camino. Porque tiene que ser un alivio dejar de luchar contra lo inevitable.