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Gracias a la envidia, que me ha dado tanto

Julia Londoño Bozzi, 22/8/2012

A partir de esta edición, FUCSIA tiene una nueva columnista, la periodista Julia Londoño Bozzi, quien prefirió dirigirse a los lectores en sus propias palabras: “Quiero presentarme diciendo algo significativo sobre mí: soy envidiosa, como esa gente que siempre está feliz donde no está”.

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Cuando era una niña, me imaginaba cómo me vería si tuviera los ojos azules de mi prima, “la mona”. En las clases de ballet me esforzaba demasiado, pero nunca logré bailar como mi prima Alicia. Me imaginaba cómo sería de elegante tener un nombre en inglés, como el de mi amiga Cynthia. Hasta le dije un día a mi mamá que en adelante respondería solamente al nombre de Yulia, como se pronuncia el mío en inglés.

Era una niñita de pelo corto que se ponía en la cabeza las medias veladas de su mamá, para hacerse trenzas de nylon. Una niña sin aretes, porque no tenía las orejas perforadas, que hablaba con una voz ronquísima, de hombre. Cuando decía cómo me llamaba, algunas personas entendían Julián.

Sin embargo, en el colegio era amiga de las deportistas de pelo largo que, además de ser bonitas, ganaban los torneos de voleibol y básquet. Y las olimpiadas de matemáticas. Yo era fatal para los deportes y los números, pero era amiga de ellas, porque las envidiaba.

No era una envidia de cuento, como la de las hermanastras de Cenicienta, y mucho tendría que envidiarle a la de Caín por Abel. En vez de hacerles maldades, yo a las fuentes de mi envidia las adoraba, las veneraba. Excepto en un memorable episodio de celos, cuando mi bisabuela murió, y yo ‘me morí’ de la envidia porque ella ya sabía qué se sentía al estar muerta.

Envidiaba también a mi vecina, porque tenía muchas barbies y un papá chistoso, a mi primo por su despensa llena de delicias, y a mi hermano, porque no estudiaba y le iba bien en el colegio. Envidiaba a mis tías porque eran grandes y viajaban, porque estaban casadas y no vivían con mis abuelos.

Durante el bachillerato, la biblioteca de mi abuelo fue mi nuevo objeto de deseo: no solo quería sus libros, sino habérmelos leído, quería hablar como quien ha leído y ser escuchada, como se escucha a un sabio.

No fui una fastidiosa, siempre pidiendo lo que las demás tenían, más bien fui una envidiosa pasiva: soñaba con lo que quería pero no me atrevía a pedirlo. Ni siquiera al Niño Dios. Así que el Niño Dios no me trajo nunca lo que quería.

Pero la vida, o tal vez la envidia, me lo ha traído. Entré a la universidad y me dejé crecer el pelo más de lo que me favorece, engrosé mi colección de aretes, armé cuanto viaje pude, leí con euforia y me perdoné por no haber bailado ballet. Empecé a escribir. Me enamoré de los periodistas prometedores, me hice amiga de la libertina del semestre, del filósofo loco y de los ñoños.

Leí el eneagrama, una herramienta para descifrarse entre nueve tipos básicos de personalidad. Me fascinó ser un número 4: una única, creativa, incomprendida y envidiosa 4, como todos los 4 en el eneagrama. Para no perder la sana costumbre de envidiar, a dondequiera que llego envidio. En el mundo laboral me he hecho amiga de las sonrientes relacionistas públicas, de las sicólogas más reflexivas, de los obsesivos atletas, de los agudos periodistas.

Me cansé de negar la envidia. Los envidio a todos. Por eso los quiero cerca, me hacen quererlo todo, esforzarme más. Yo envidio, luego actúo. Quiero ser soltera y casada, viuda y separada. Viajar por el mundo sin perder la estabilidad de un trabajo seguro y saber qué se siente al irse sin tiquete de regreso. Siempre y cuando alguien me espere. Quiero irme pero haber estado.

Quiero hacer periodismo y relaciones públicas, pero también me imagino haciendo consulta, como en un capítulo de In Treatment, la serie de televisión sobre un terapeuta en apuros que dirige Rodrigo García, a quien los envidiosos definimos como “el hijo de García Márquez, así cualquiera…”

Soy periodista y comunicadora organizacional, practico el atletismo corriendo de vez en cuando y estudio terapia de familia. Lo quiero todo, porque siempre he sido envidiosa. Sigo siendo amiga de las más queridas, de las bonitas e inteligentes. Las sigo envidiando. Tal vez un día me frustre ante la evidencia de que el que mucho abarca poco aprieta, pero hoy, definitivamente, quiero agradecerle a la envidia, que me ha dado tanto.