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Las leyendas oscuras del álbum familiar

Julia Londoño Bozzi, 27/10/2013

Nuestros apellidos guardan historias preciadas y orgullos de porcelana que sacamos para darnos brillo. ¿Y el abuelo borracho o la tía infiel? Todos escondemos secretos de antepasados que siempre nos marcan.

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El retazo de tela del vestido que la tatarabuela enredó en las espuelas del héroe de la patria, el florero de la dinastía china, la carta amarillenta, la foto sepia de los abuelos en la inauguración del club o el sideboard del comedor, ese de madera finísima.

En nuestras casas hay marcos, portarretratos, baúles y rincones de la sala donde se guardan o se exhiben patrimonios familiares tangibles. También están los intangibles. Todas las familias se precian de algo. Hay amigos que cuentan con orgullo que son descendientes, en línea directa, del primer alcalde de Bogotá, otros dicen ser la prole de algún libertador, otros cuentan que su familia viene de la más poderosa estirpe muisca de la sabana. Otros son los más paisas que hayan existido jamás, pero por fuera de Medellín.

Los que tenemos abuelos extranjeros no nos quitamos nunca su apellido, nos gusta sabernos marcados como ganado y contamos que Bozzi es con doble “z”, vinieron de Italia, igual que los Riani. Los Anderson eran suecos; los Jursich, de Yugoeslavia; los Mayer descienden de alemanes, y los Fitzgerald, de irlandeses.

Los apellidos que no pueden ocultar su origen español se vuelven, en nuestros sueños, el legado de héroes valientes y caballeros elegantísimos que vinieron de Europa a mezclarse con los de acá: los Gómez, los Londoño, los Izquierdo, los Gaviria, los Torres y los Martínez. Pregúntenle a sus amigos, todos vinieron de España donde seguramente eran familias notables, vaya uno a saber qué tenían que hacer acá.

Apuesto a que también tienen una amiga casada con un extranjero, que ahora en vez de llamarse Alicia Pérez se llama algo así como Alicia McDonalds. Pero hay otros patrimonios aún más intangibles y no por ello menos importantes: los subterráneos valores familiares. Las tradiciones familiares son determinantes en la construcción de nuestra propia imagen, más que las señales en clave contenidas en nuestros apellidos.

La familia de Mario es hábil para los negocios; la de Juan, un linaje de humanistas; los Torres son médicos; las mujeres Duque son bonitas; los Vega son una familia de artistas; los Gutiérrez, ejecutivos exitosos. Que los comerciantes no estudian, que en mi casa son cuatro generaciones de ingenieros, que cultivamos fincas desde épocas inmemoriales. Ese tipo de patrimonios.

En las familias creamos una historia cuidadosamente editada donde resaltamos hazañas y tratamos de borrar los episodios que incomodan o no encajan en la historia dominante. Los abuelos alcohólicos, los tíos esquizofrénicos, la tía abuela solterona o el primo que no terminó bachillerato son personajes borrosos, de los que no se habla o se habla poco.

El orgullo de familia transforma el episodio en el cual el bisabuelo se fue de vacaciones a Brasil para nunca volver, convierte los golpes que daba el abuelo en accidentes y la infidelidad de la prima en un chiste sobre el lechero.

Esas leyendas, las historias de familia filtradas que contamos y aquellas que elegimos callar son telas pesadas que nos envuelven desde niños o desde antes de nacer. Y a veces cargamos su peso toda la vida.

¿Qué pasa cuando uno no encaja en ese pesado abrigo de sus orgullos familiares? Lo encajan, generalmente, pero también hay quienes viven con la eterna sensación de no dar “la talla”, como si el que tuviera que dar la talla fuera uno, para meterse en un abrigo talla única, en vez de buscar cada quien el abrigo de su talla y gusto propios.

El joven violinista de una familia de economistas, el bailarín que surge entre médicos, una actriz nacida de una familia de atletas, el hijo rebelde del tío almirante y la hija conservadora del padrino de izquierda nos recuerdan la posibilidad de hacernos una vida a la medida, desvistiéndonos y despojándonos de orgullos ilusorios.

Todos deberíamos tener la oportunidad de crearnos vidas en las que nos sintamos cómodos, de girar a la derecha donde todos giraron a la izquierda, de atravesar a nado el charco que nuestro hermano pasó brincando. Los orgullos familiares en vez de darnos alas, a veces nos atrapan, y eso no es nada de lo cual enorgullecerse.

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