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La sacerdotisa del estilo

Revista Fucsia, 12/2/2012

Diana Vreeland, una excéntrica y fea norteamericana, se constituyó en el mayor poder en el mundo de la moda durante el siglo XX. Como editora de las revistas Harper’s Bazaar y Vogue, su palabra fue ley.

Fotos: Tomadas del libro 'Diana Vreeland, the eyes has to travel' - Foto:

“No temas ser vulgar. Lo verdaderamente terrible es ser aburrido y común”. Esa frase pronunciada por Diana Vreeland la define a la perfección: nunca fue aburrida ni común. Y logró que la moda tampoco lo fuera. Basta con mirar sus fotos para darse cuenta del peso de sus palabras: accesorios exóticos y hasta estrambóticos, sombreros llamativos, boca y uñas rojo sangre, un estilo que en los años 40 era impensable, pero que ella impuso desde las páginas de las revistas Vogue y Harper’s Bazaar.

Con su ingenio libró una batalla contra el estilo típico de las mujeres de la época que abusaban de los zapatos de tacón alto con correas y los vestidos de crepé que no perdonaban ni en las tardes veraniegas. Gracias a sus consejos descabellados y comentarios irónicos publicados en su columna titulada ‘¿Por qué no?' se ganó el apodo de “la sacerdotisa de la moda”. “¿Por qué no pintas el mapa del mundo en la habitación de tu hijo para que no crezca con un punto de vista provinciano ”, “¿por qué no pones mermelada de frambuesa en tu té helado ”, “¿por qué no te das cuenta de que con el negro siempre aciertas”, “¿por qué no pintas cada puerta del color de una flor diferente si tu casa es blanca, aunque luego te canses; de eso se trata”, eran algunos de sus apuntes, caracterizados por una mezcla de glamour y extravagancia.

También dijo alguna vez: “La maniquí ideal no tiene que ser perfecta ni bella, sino impregnar de alma los modelos”. Y ella lo fue, pues pese a su nariz desproporcionada y a su cara poco agraciada, desbordaba elegancia, carisma y seguridad. Quizás aprendió a hacerlo desde niña, cuando empezó a reinventarse para no perder su autoestima.

Diana nació en París, de padre inglés y madre norteamericana de clase alta. Esta última se encargaba, según ella, de recordarle que no era ninguna belleza. “Es muy triste que tengas una hermana tan linda y tú seas tan extremadamente fea y, peor aun, que estés celosa de ella. Esa es la razón por la que me es imposible lidiar contigo”, recordaba la sentencia de su mamá. “Los papás pueden ser terribles”, afirmaba la editora, que nunca se dejó opacar. De hecho, ella se avergonzaba de su mamá por su forma de vestir y ser estrafalaria, y decidió ser el polo opuesto.

Fue gracias a su estilo exuberante, exagerado y arriesgado que en 1935 la editora en jefe de Harper’s Bazaar, Carmel Snow, decidió darle trabajo a Diana, entonces una mujer joven, casada y con dos hijos, que necesitaba un buen sueldo porque su esposo no ganaba lo suficiente como banquero. Fueron 27 años en los que se desempeñó como editora de esa publicación y le dio un giro de 180 grados al cargo: hasta entonces, solo se requería una persona de “sociedad” que se codeara con “mujeres de sociedad” para que aparecieran en cada edición. “Hoy lo que cuenta es la personalidad. No creo que debamos poner en la revista a la llamada sociedad, pues está pasada de moda y prácticamente no existe. Pero las personalidades encantadoras son lo más fascinante y eso es lo que debemos incluir”, decía Vreeland.

Y es que Diana no se conformaba con dirigir desde una oficina, sino que metía las manos en todo. Ella sabía cómo debía lucir una modelo y, si tocaba acomodarle el vestuario con alfileres, ella lo hacía. “Antes de Diana Vreeland el trabajo de editora de una revista de moda era tan sencillo como la moda misma”, explica Marea Morange, experta en el tema. Y su esposo, el asesor de imagen, José Ignacio El Mono Casas, agrega: “Ella empezó la idea de ‘Moda’ con mayúscula, al ser la pionera del styling, porque se preocupaba por la foto de la revista, la actitud de la modelo, la luz, los accesorios; es decir, era maniática de los detalles. Su palabra tenía gran peso para los diseñadores, impuso tendencias y fue la que llevó el tema de la Alta Costura a las revistas, de manera que globalizó ese tipo de moda”.

Aunque su trabajo era su gran pasión, su familia era su prioridad. Por eso, uno de los momentos más difíciles de esos años fue cuando su esposo, Reed Vreeland, un hombre muy atractivo y buena vida, fue enviado a Canadá durante la Segunda Guerra Mundial. Dicen las malas lenguas que Diana se hacía la de la vista gorda ante las infidelidades de su marido y que en una oportunidad lo encontró con una amante en Montreal y la enfrentó: “Mírate, eres joven y hermosa, tienes todo por delante. En cambio, yo solo tengo a mi maravilloso marido”, son las palabras que ponen en su boca. Cierto o falso, el caso es que después de la guerra volvieron a estar juntos en Manhattan, en un nuevo apartamento al que Diana le imprimió su personalidad, todo rojo. “Quiero que este lugar parezca un jardín, pero en el infierno”.

El tiempo pasó y empezaron los rumores de que Carmel Snow estaba buscando su reemplazo al cargo de editora en jefe de la revista. Diana quedó destrozada cuando en lugar de elegirla a ella escogió a su sobrina Nancy White. “Necesitamos a una artista y ella elige a una pintora de casas”, dijo sentando su protesta. Sin embargo, pese a este tropiezo en 1962 recibió la oferta de su vida: tener la posición que deseaba, pero ahora en Vogue.

Hay toda serie de leyendas en torno a su estilo de trabajo. Cuentan que su oficina, a la que llegaba en limosina, estaba inundada de rojo con un tapete tipo leopardo. Que con su fuerte voz solía dictar toda clase de memos irreverentes, como cuando lanzó la sentencia de que sus empleados tenían que usar pequeños cascabeles amarrados a pulseras para saber si estaban cerca. Exigía pisos enteros en los hoteles más exclusivos de París, durante los viajes que hacía para conocer las nuevas colecciones. Llevó su trabajo a una dimensión nunca antes vista: exigía que las fotos de la revista se tomaran en locaciones exóticas, en lugares apartados como África y Oriente Medio, con disfraces inventados y hasta animales de por medio, sin importar el costo. Y a pesar de la inversión, si un mínimo detalle no la satisfacía tiraba todo a la basura. Pero, según ella, para hacer lo correcto tenía un arma secreta: “Siempre bebo una copa de champaña antes de tomar una decisión seria”.

En 1966 su esposo Reed murió de cáncer. Diana quedó devastada, pero ahogó su pena en el trabajo y no quiso vestir de negro, sino de rojo durante su duelo. Desde entonces se le empezó a ver en compañía de hombres mucho más jóvenes en fiestas y cocteles. Otro gran dolor llegó cuando las directivas de la revista se cansaron de los gastos desmesurados de su editora y sin más la despidieron. Fue un duro golpe, no solo para su ego, sino para su bolsillo, pues estaba acostumbrada a gastar más de lo que recibía y aparentaba tener mucho más dinero del que tenía, luciendo ciertos lujos. ?Sin embargo, su carrera tomó un nuevo rumbo cuando le pidieron que dirigiera el Costume Institute del reconocido Metropolitan Museum. Entonces dio rienda suelta a su creatividad para hacer espectaculares exhibiciones y desfiles a los que asistían más de un millón de visitantes al año. Ella hacía lo que quería: si un maniquí estaba vestido con atuendos de determinada época, no le importaba que los zapatos y accesorios no existieran entonces, sino que combinaran con estilo.

Los problemas de salud la hicieron alejarse de su trabajo poco a poco. Debido a eso tuvo una crisis económica y debió subastar sus joyas para poder costear su modo de vida. De un momento a otro se recluyó en su apartamento, pues no quería que nadie la viera en ese estado y cuando hacía comidas en su casa con invitados se comunicaba con ellos desde su habitación a la sala y comedor telefónicamente, a distancia. En sus últimos días, solo íntimos amigos, como Oscar de la Renta y Jacqueline Onassis, iban a leerle para que se distrajera.

El 2 de agosto de 1989 Diana Vreeland falleció, pero quedó su legado; el legado de una mujer que definió y vivió la palabra elegancia a su modo: “Todas las personas que tienen estilo comparten un don muy especial, la originalidad”