“Tengo derecho a volver a mi valle encantado”

Julia Alegre, 12/3/2015

María Eugenia Zabala es una líder campesina que se vio forzada a abandonar su casa. Hoy lucha porque el gobierno le condone la deuda de esa finca que, años después, le permitió volver al campo.

Foto: JESÚS ABAD COLORADO PARA EL CENTRO NACIONAL DE MEMORIA HISTÓRICA. - Foto:

Por Julia Alegre

Como si se tratara de una fábula, María Eugenia Zabala vive en “Valle encantado”, una finca de 128 hectáreas ubicada en el departamento de Córdoba, a espaldas del río Sinú. Ahí llegó hace quince años acompañada de otras catorce mujeres y sus familias para sembrar, además de yuca y aguacate, un futuro junto con sus ocho hijos, provista de pocas pertenencias y una gran historia de entereza a sus espaldas.

La “vida de miseria” de la líder campesina, como califica su experiencia como desplazada, comenzó un 14 de diciembre de 1988, cuando el reloj marcaba 10 minutos para las seis de la mañana y las casitas de la comunidad, adornadas con luces de todos los colores, daban la bienvenida a la Navidad. “Llegaron unos hombres armados a la vereda de San Rafaelito, donde vivíamos, matando a las personas y quemando las casas. Asesinaron a mi marido Antonio, a mi hijo de 17 años y a un tío de mi esposo. Fue una matanza”. En medio del dolor y la confusión tomó a sus siete pequeños, todos ellos menores de edad, y embarazada de dos meses partió rumbo a Montería, no sin antes enterrar en una fosa común a sus seres queridos incinerados.

En la capital de Córdoba consiguió posada en un barrio de invasión. Ahí comenzó su odisea porque, como ella recuerda, “somos campesinos y nos hace falta la tierra, que es nuestra vida. Hasta ese día, con 33 años, yo no había conocido la miseria. Yo no traigo personas al mundo para que pasen hambre”. En su nuevo hogar, fabricado de palma y cartón, recuerda cómo sus hijos mayores cargaban a los más pequeños para protegerlos del barrizal que se acumulaba.

En esas condiciones sobrevivió con la poca plata que ganaba planchando o lavando para otros y vendiendo empanadas. “Uno tiene que ir a la brava: o te paras o te paras”, asegura. “Si me hubieran matado a mí y mi esposo se hubiera tenido que quedar con la ‘muchachera’, lo mínimo que hubiera hecho es regalar a esos pelaos. Las mujeres nos llevamos la peor parte pero nos mantenemos vivas porque tenemos más entereza para salir adelante”.

Con esa filosofía, comenzó a despuntar como líder de la comunidad, congregando a su alrededor a otras mujeres para exigir luz, agua, vías y un colegio en el barrio. Después, armada con el empuje y las ganas de salir adelante que la caracterizan, aprendió a leer y a escribir. Validó quinto de primaria y se sacó el título de rectora en sanidad. También se propuso regresar a su amado campo.

“Es así como en 2011 empezamos a soñar”. Al amparo de la ley 160 de 1994, que otorga subsidios del 70 por ciento para acceder a la compra de un terreno, María alcanzó su “Valle encantado”. Junto al resto de mujeres que la acompañaron, llenó la tierra de cultivos y de sueños. Ahora su lucha se centra en que esa deuda sea condonada. “Con el sufrimiento y con todo lo que hemos luchado, el Estado tiene que condonarnos esa deuda. Nosotros ya pagamos el 5 por ciento, pero ya no más. ¿Quién nos va a devolver lo que perdimos? El desplazado vive peor que los perros”.

La líder campesina se rehúsa a que la consideren una víctima: “Esa palabra me duele, yo soy una sobreviviente de la guerra, una defensora de los derechos”.
Una mujer aferrada a la tierra y a los pequeños detalles cotidianos que esta ofrece. Es ahí donde para ella reside la grandeza de la vida: “Acostarme en el campo tranquila; levantarme bien temprano y ver el amanecer; regar los cultivos y hacer el desayuno con mis propios plátanos".

María espera el día en el que no se tenga que hablar de paz como un objetivo, sino como un logro. El día en el que pueda ver a sus tres nietos “ser personas de bien y que a mis hijos no les falte la tierra, que no se la dejen quitar”. Consciente de que lo que pide no es poca cosa, María Eugenia Zabala no tiene intención de ceder: “Lo quiero. Y no lo quiero de lejos, lo quiero ver porque tengo derecho a verlo, así sea un poquitico”.