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Alan Joyce Aprender a morir: una forma de vida

Por Syldav, 28/4/2011

Al pasar una tarde por la puerta de Pediatría en el Instituto Nacional de Cancerología, Alan Joyce –un ex hippie británico que vino a dar a Colombia siguiendo el amor de una mujer– dio un paso que en su vida no tendría regreso.

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Un inglés londinense que vivió sus veintes en la cresta del hipismo, 1969, se encontró con a una colombiana que al verlo reconoció el amor a primera vista. Se casaron y se vinieron a vivir a Colombia. Alan Joyce, a muchos kilómetros de su tierra, inició un recorrido de vida que en su momento dio un vuelco sorprendente. Ingeniero mecánico de profesión y hippie laureado, Alan y Mónica Otero vivieron durante muchos años una vida de pareja tradicional en torno a la cual criar a sus dos hijos. Él aplicaba su profesión en varias empresas y ella montó un taller de moda.

Era allí, en el taller, en donde con cierta regularidad una de las empleadas le pedía ayuda para un sobrina que tenía internada en el Instituto Nacional de Cancerología. Un día cualquiera, se ofreció a llevarla hasta allá y entró. Los enfermos apostados a lado y lado del corredor del instituto formaron la primera imagen de lo que estaba a punto de convertirse en la razón de ser de su vida. Cuando pasó por la puerta de Pediatría, dio un paso que no tendría regreso. Allí, varios niños recibían tratamiento acompañados de atareados médicos y enfermeras. Alan se acercó a una niña a quien le estaban aplicando quimioterapia –bolsa roja– y suero –bolsa transparente–, y haciendo uso de su directo humor británico le preguntó tocando las bolsas: “Qué es esto? Una de Súper y otra de Corriente?”. Los niños, las enfermeras y los médicos soltaron la carcajada, por el ambiente pasó literalmente una buena onda, y Alan descubrió que podía ayudar a otros siendo él mismo.

Continuó visitando al instituto cada vez con más frecuencia por una niña muy enferma a quien parecía aliviar mucho su presencia. La niña murió un viernes. Durante ese fin de semana, Alan divagó en un limbo que lo empujaba a decidir entre la seguridad de la vida formal que le daba su profesión de ingeniero y el gusto por lo que hacía en el instituto, que ya tomaba visos de pasión. Pero la decisión se demoraba. El lunes siguiente, salió como todos los días para la oficina. Al llegar, un cambio de porteros lo enfrentó a un hombre que no lo conocía. El portero inició su proceso de consulta y marcación de extensiones, mientras Alan esperaba. Detenido allí, frente a su lugar de trabajo, a través de la reja, de pronto la vio en toda la dimensión de lo que significaba: la puerta de su oficina cerrada. No tuvo más dudas, le pidió al portero que no lo anunciara y regresó a su casa a imaginar una fundación para niños enfermos de cáncer. Mónica, su esposa, piensa que la vida de ingeniero fue prestada y de alguna forma impuesta por las circunstancias y, pese a que la decisión implicaba para ella una carga inesperada, le dio todo su apoyó porque “volvió a ser lo que era cuando lo conocí”. Para ese entonces, el rastro de “paz y amor” dejado por el hipismo había encontrado refugio en el budismo que, más que una religión para seguir, se convirtió en una forma de vida, clave fundamental del trabajo que emprendió con la fundación a la que llamó Dharma, “enseñanza”.

Los niños enfermos de cáncer llevan una carga impensable lejos de sus familias: enfermedad, dolor, incertidumbre, miedo y un encuentro cercano con la muerte. Su organizada mente de ingeniero en la que habita un relacionista público nato, le sirvió a Alan para estructurar un lugar que atiende todas las necesidades de los niños y para encontrar el apoyo financiero de muchas personas. Su propia experiencia con una enfermedad que lo mantuvo más de un año en un hospital cuando pequeño, le sirvió para entender la soledad de un niño que sufre una enfermedad visible en un mundo de adultos que pretende no verlos. Ni siquiera les hablan de eso. Alan les organizó una casa llena de luz, orden, actividades, alimentación, entretenimiento, estudio y descanso.
 
Porque él lo cree y lo vive, los niños allí aprenden a vivir el momento, a vivir hoy, a disfrutar de la vida. Van al instituto a recibir tratamiento, estudian, tienen novio o novia, salen, rumbean, ven películas y están todos tan serenos, que resulta verdaderamente extraordinario. La solidaridad que desarrollan entre ellos da lecciones impactantes. Una adolescente a quien el estado de su enfermedad no le permitía dormir acostada, tenía un novio también internado en la Fundación, quien de pie la sostenía a ella –también parada– sobre el pecho para que pudiera dormir una horas. Algunos sobreviven, otros mueren, pero en este mundo que plantea tantos retos, los niños de esa Fundación tienen la mejor vida posible en sus difíciles circunstancias. Angie, una niña a la que la inteligencia se le sale por la sonrisa, enferma de leucemia, lo resume en pocas y practicas palabras: “Es que aquí se pasa muy rico”. Alan cree que al quitarle el misterio a la muerte deja de asustarlos. Quizá por eso, se ríen todo el tiempo, él y ellos. Este hippie graduado, ingeniero renegado y budista confeso revolotea por toda la casa aplicando cierta sabiduría serena y, también, su demoledor humor británico. Cuando el fotógrafo se disponía a obturar la cámara para registrarlo parado junto a una niña pecosa y sonriente a quien le habían amputado una pierna, Alan le pasa el brazo por los hombros, mete su pierna entre la de ella y la muleta y le dice: “Así no saben a quién le falta qué”.