Amor de segunda mano

, 12/5/2015

Ahora resulta que soy deseable para mujeres que hace quince años no me miraban. Pasa que en la adolescencia se fijan en el más bonito y el más popular, que por lo general resulta ser un mala clase y las deja de psiquiatra para el resto de la adultez. A los 20 encuentran el amor una vez al mes y no se preocupan por encontrar pareja estable porque creen que la abundancia será eterna.

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Pero llegan los 30 (y de ahí a los 40 hay apenas un salto) y bajan los estándares, eliminan los filtros y empiezan a mirar en la parte trasera del depósito a ver qué se les olvidó por repasar. Da igual, separadas o quedadas, se les ve en la madurez un hambre, como una necesidad, que termina siendo contraproducente. Y aquí es donde entro yo. Ponchado en mi juventud, he venido a enterarme de mujeres maduras que luego de años de poner a otros hombres por delante, ahora preguntan en qué ando. Primero, no estoy disponible por ahora; segundo, hay mucho de resentido en mí, así que no les voy a dar el gusto; y tercero, hay algo en las personas que nos hace huir de los que muestran sus necesidades.

Por ejemplo, una amiga me insistió durante mucho tiempo que tenía a alguien para presentarme. Yo, que la conozco, la evité con éxito hasta que un día no supe qué inventarle y terminé almorzando, no con ella, que canceló a última hora, sino con su amiga. Fue un asunto express, sin mística y sin gracia, que terminó con ella yéndose antes de tiempo porque tenía una reunión y conmigo pagando la cuenta de una comida que no me gustó y una cita que no disfruté. Ignoro qué señales habré mandado durante el almuerzo y qué habrá visto ella en mí, pero dos días después me estaba invitando de fin de semana a una finca, los dos solos. Y aunque que soy como un perro que voy a donde me lleven, le dije que no. Debía estar muy necesitada, porque yo no es que sea Bradley Cooper.

Por casos así es que les huyo a las citas a ciegas. Uno va a una cita a ciegas disminuido, obligado a posar de ingenioso, entretenido y deseable. Una cita a ciegas es un fracaso asegurado. Aunque peor son las redes sociales, porque en una cita al menos las personas saben a qué huele el otro, cómo se mueve, cómo habla. El internet es una ruleta rusa. Miren Tinder, por ejemplo. Es una vitrina para muertos de hambre que no se sabe si lo que buscan es amor o sexo. Tinder ha emparejado a personas que de ninguna manera encajarían en la vida real, solo porque están solteros y viven cerca. El amor en la era digital es un amor sin épica.

Es el ciclo de la vida. Las que se casaron en sus veintes se separan al cabo de unos años y vuelven a entrar en circulación. Y aunque somos más de siete mil millones, siempre se meten los mismos con los mismos. La exesposa de alguien acaba de amante del mejor amigo del colegio y los mejores amigos de toda la vida, los inseparables, los confidentes, terminan enredándose. Y no por amor, sino por efecto residual. Pura rotación, una especie de swingers con ropa. Pero lo más indignante de todo es la forma en que las parejas que aún están juntas miran a los solteros, como si fuéramos inferiores. Por eso nunca acepto que me saquen en cita a ciegas, porque siento que lo hacen por lástima. A veces creo que cuando hablan de lo maravilloso que es estar juntos no lo hacen porque lo sea, sino porque son tan miserables que quieren ver al resto de la humanidad igual de mal.

No es casualidad que alguien cercano a los 40 siga soltero, seguro es porque tiene sus cositas. Así las cosas, a las dos o tres que siguen interesadas en mí les voy a dar el teléfono de mis exparejas, para que hablen con ellas, a ver si se acaban de desmotivar.