columna

Aquellos secretos incontables

Odette Chahín, 5/5/2010

Algunos secretos se toman a nuestro cuerpo por cárcel, pero para liberarlos, no necesariamente hay que contarlos.

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Hace más de un par de años, cuando estaba pasando por una etapa de existencialismo puro, varias amigas y yo creamos un ritual para desahogarnos y liberar nuestros secretos sin tener que contarnos nada, era casi como ir a un confesionario pero con open bar. Todas buscábamos el parlante más grande y chillón del bar y una por una nos acercábamos a gritar nuestras frustraciones como sopranos, era como si un hueco negro se tragara el sonido. Nadie nos escuchaba, la gente seguía bailando como si nada. Yo gritaba cosas que no se pueden repetir, no tengo idea de qué gritarían mis amigas porque no sé leer los labios, pero me gustaba imaginar que decían cosas como “quiero a mi novio, pero me gusta más su hermano” o “quisiera que me dominara una mujer”. Era sencillamente liberador.

A veces lo que mejor escondemos no es aquella sórdida colección de juguetes sexuales, ni aquellas fotos del colegio donde uno era una bola recubierta de acné con frenillos, ni tampoco aquel paquete con drogas sospechosamente recreativas. Lo que mejor escondemos son aquellos secretos que guardamos con candado entre pecho y espalda. Mark Twain decía: “Todos somos como lunas, tenemos un lado oscuro que nunca mostramos a nadie”. Eso es muy cierto, porque uno no es solamente lo que dice, también lo que calla.

En China se tiene la creencia de que las personas que guardaban grandes secretos subían a una montaña, encontraban un árbol que tuviera un hueco y le susurraban su secreto, luego lo tapaban con barro para que nunca se escapara. Pobres árboles, deben estar más tapados que inodoros de baño público, y con toda razón, porque todos necesitamos una salida. Hay personas que no logran vivir con sus secretos y buscan una válvula de escape para que la conciencia los deje vivir (dormir, más que todo), así que recurren a alguien que les guarde la confidencialidad de sus aflicciones como un cura, un siquiatra, una mascota o hasta una planta de su jardín, que jamás hablará aunque le tuerzan sus ramas.

Dicen que la mejor forma de divulgar un secreto es decirle a alguien que no se lo cuente a nadie. Una vez uno abre la boca, esa información pasa a ser del dominio público y, como no tenemos el comando ‘deshacer’, como en el computador, muchos prefieren irse a la tumba con sus secretos. En Estados Unidos, el curador Richard Warren se inventó una manera para exorcizar secretos en su obra Post Secrets. Imprimió tres mil postales con su dirección invitando a la gente a enviar sus secretos personales de manera anónima, las repartía a extraños en la calle y las dejaba en lugares públicos. La acogida fue impresionante, miles de personas le enviaron íntimos secretos que hoy hacen parte de una colección de libros que revelan lo que la gente esconde en América, como: “supe que era gay el día de nuestra boda, pero quería tener hijos y tenía miedo de contraer sida”, “ojalá que mi esposo hiciera algo terrible para que lo pudiera dejar”, “nunca podré perdonarme por haber dejado que mi novia abortara”, “tengo dos maestrías y un doctorado, pero me siento fracasado”. Usted también puede desahogarse en su página http://postsecret.blogspot.com/ sin temor a quedar en evidencia.

Alguna vez tuve un secreto que me estaba consumiendo por dentro, (no violaba ninguno de los diez mandamientos, mucho menos los capitales), y pensé que jamás sería capaz de articularlo verbalmente. A veces tenía pesadillas, no quería ser el cliché de película de la persona moribunda en la cama tratando de tartamudear aquel secreto antes de estirar la pata, así que se lo solté a mis papás: “Tú siempre puedes venir a decirnos cualquier cosa, guardarse las cosas es malo, da cáncer,” me dijo mi papá y, acto seguido, lloré como José Miel, pero de felicidad. Ese día me quité un peso terrible de encima, y empecé a perder peso, al parecer, lo que me tenía mofletuda como un tanque de guerra no eran los helados ni los postres, sino aquel secreto.

Mi humilde consejo para los que viven con secretos como si fueran sus roommates es que se liberen de ellos de alguna forma: dígaselo a un extraño, escríbalo en un billete, en la puerta de un baño, entiérrelo en la tierra, déjelo escrito dentro de un libro, escríbalo en una pelota de golf y láncela bien lejos, o grite como loca frente a un parlante, como lo hice yo. El secreto no desaparecerá, pero se sentirá mejor, como si le hubieran hecho una ‘colonterapia’ de espíritu, y lo mejor de todo, sin que se riegue la merde.