Masoquismo delatado, la historia de la sumisión

Revista FUCSIA, 17/2/2015

Ahora que 'Cincuenta sombras de Grey' abrió la puerta para hablar sobre relaciones sadomasoquistas, es relevante conocer la historia de Sacher-Masoch: un escritor que destapó este escenario de la sumisión.

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Leopold von Sacher-Masoch, un nombre poco conocido pero sin duda reverenciado cada vez que alguien usa, piensa, toma acciones alrededor de la palabra “masoquismo”, entendida desde el placer que a algunos puede causar el dolor, pero también desde el poder que el sumiso tiene sobre su tirano. No hay que olvidar que es el masoquista quien puede detener el juego, incluso cuando este pareciera incontrolable; en algunos casos basta con una palabra para acabarlo; en otros se firman contratos que señalan límites: ¿Qué tanto puede lacerar el látigo? ¿Está permitido el fuego?, ¿las cuerdas?, ¿los cuchillos?

En el libro Cincuenta sombras de Grey, un contrato de 2453 palabras entre los protagonistas Christian y Anastasia establece, además de un código para detener el dolor, cláusulas que parecen –de no ser por los apodos “Amo” y “Sumisa”– más cercanas a las del matrimonio que a las de una relación de este tipo: “En caso de enfermedad o herida, el Amo cuidará a la Sumisa, vigilará su salud y su seguridad”, se lee. O: “El propósito fundamental de este contrato es permitir que la Sumisa explore su sensualidad y sus límites de forma segura”. También se explicitan las dietas, entrenamientos, rituales de belleza que debe seguir Anastasia para complacer a Christian Grey. Y pensaríamos que es un “juego seguro” –expresión que se repite al menos 20 veces en el contrato–; sin embargo, la sensación es amarga cuando la protagonista, después de leer el texto, habla de “humillación”, “vergüenza”, “documentos ofensivos”, como si no existiera en ella el deseo.

Hace 146 años atrás se firmó en Leópolis (Ucrania) un contrato distinto. En él, la baronesa Fanny Pistor, amante de Leopold von Sacher-Masoch, le cambió su nombre, lo convirtió en su esclavo, se comprometió a usar pieles, sobre todo cuando lo tratara de forma cruel; se hizo responsable de su vida y de su muerte, e incluso escribió: “No seréis ni mi hijo ni mi hermano ni mi amigo, no seréis otra cosa que mi esclavo que yace en el polvo (…). Habréis de cumplir cualquier cosa, buena o mala que yo pida, y si os exijo que cometáis crímenes, habréis de convertiros en un criminal, para obedecer mi voluntad”.

Para entonces el escritor ya era famoso, no solo por su talento literario, también por sus gustos sexuales, que hasta hoy serían considerados insólitos. Por ejemplo, antes de conocer a Pistor, Masoch fue amante de Anna von Kottwitz, esposa de un médico reconocido y quien aceptó –a costa del aburrimiento en que vivía– hablar de torturas y decapitaciones mientras estaba en la cama con el escritor. El romance duró poco: Masoch perdió el interés al darse cuenta de que Anna solo estaba siendo complaciente y se lanzó a la búsqueda de una mujer que de verdad pudiera “tiranizarlo”. La oportunidad se presentó en 1869 cuando entre las cartas de sus seguidores encontró las de Fanny Pistor, descrita por él como una mujer de gran imaginación y que sabría llevarlo a la felicidad.

Sacher-Masoch no era considerado un escritor erótico ni mucho menos. El crítico literario Sylvére Lotringer explica que “sus contemporáneos no encontraron nada pornográfico, dejando a un lado lo patológico”, en lo que hasta el momento era su trabajo, y que “el sentimentalismo, la exaltación de la naturaleza y el erotismo encubierto” que presentaban sus escritos se adecuaba perfectamente a la época. Pero entonces llegó La Venus de las pieles y lo cambió todo. Basada en su relación con Pistor, la novela tiene como personajes principales a Severini –quien por supuesto representa al autor– y a Wanda, una viuda de apenas 24 años, pelirroja, de ojos verdes y piel marmórea. Desde su primer encuentro en un balneario de Cárpatos, Severini le dice a Wanda: “En el amor no hay igualdad (…), pero si se me dieran a elegir entre dominar o ser subyugado me parecería mucho más atractivo ser el esclavo de una hermosa mujer”. Solo para seducirlo ella le contesta que es despótica y fría, como la Venus que necesita de pieles para calentarse.

De ahí en adelante se establece entre ellos una relación que primero oscila entre el amor y la crueldad; y que con el tiempo se vuelve insoportable y vacía. En un principio –¡cosa extraña!– Wanda quiere comprometerse con Severini; pero cuando este demuestra una entrega absoluta –además de cierta insatisfacción a ser correspondido– entiende que debe ser sádica. “Esto no acabará bien, amigo mío”, le advierte Wanda; a lo que él responde: “Que no termine nunca, que solo la muerte nos separe. Si no puedes ser mía, enteramente mía y para siempre, entonces quiero ser tu esclavo, prefiero servirte, soportarlo todo, a que me rechaces”.

La Venus sigue las instrucciones al pie de la letra: al día siguiente compra látigos y abrigos; redacta un documento parecido –si no igual– al de Pistor; azota a su esclavo, lo llena de besos, le pregunta si está sufriendo demasiado; le cambia el nombre a Gregor –denominación común entre los sirvientes de la época–; lo obliga a emprender un viaje a Florencia, donde nadie los conoce y donde las fantasías de Severini llegarán al límite, sin que nunca se narren escenas estrictamente pornográficas. La Wanda del principio, que aunque segura de sí dudaba de hacer daño, se vuelve la sádica perfecta cuando deja que su amante azote a Severini, quien, atado a una columna de manos y pies sufre y se complace de su sufrir. Después Wanda lo abandona; pero no porque se haya cansado del juego, sino porque quiere cambiar de papeles, quiere ser ahora la sumisa; por eso se entrega de lleno a su amante. Una situación que, como lo dijo el filósofo francés Gille Deleuze, demuestra que el masoquismo “se desliza y se suspende como la amplitud de un péndulo”.

Esta historia, que ha trascendido por más de un siglo y que ha sido llevada al cine por Roman Polanski (2013) y al teatro por David Ives (2011), cobra especial importancia desde 1886, año en que el psiquiatra Richard Krafft-Ebing la utilizó para nombrar y describir un fenómeno que aún estudia la psicología: el masoquismo. “Cuando Krafft-Ebing habla de masoquismo –dice Deleuze en el libro Lo frío y lo cruel–, honra a Masoch por haber renovado una entidad clínica, definiéndola no tanto por el vínculo dolor/placer sexual, como por comportamientos más profundos de esclavitud y humillación”. Esta “esclavitud”, sin embargo, es ambigua: la víctima busca y encuentra a su verdugo, lo forma, lo persuade para que se alíe con él y lleve a cabo “la más extraña de las empresas”.

No es que Masoch quisiera dominar a las mujeres, de hecho en el imperio austrohúngaro fue conocido por promover y defender sus derechos. Más bien, lo guiaban latencias precisas, fantasías que tenía que llevar a cabo para poder convertirse en ese único escritor. Entonces, ¿será Anastasia, de Cincuenta sombras de Grey, una verdadera masoquista?