Home /

Opinión

/

Artículo

Columna

El equipo conformista

Odette chahín, 21/7/2012

En la vida hay dos tipos de personas, las que asestan los golpes y también las bobas que (con el perdón de Dios) ponen la otra mejilla.

- Foto:

Desde hace varios años le pago a una persona por limpiar mi apartamento. Es una señora queridísima, tan mayor que podría ser mi abuela, pero la verdad es que no limpia muy bien el lugar. Siempre debo repasar con la escoba y sacudir de nuevo para que todo quede impecable, pero no me he atrevido a despedirla porque no quiero herir sus sentimientos. Hasta he pensado en decirle que un gringo me propuso matrimonio y me voy a vivir a Nashville, Tennessee, para ver si así me libro de ella.

Cuando analicé esta situación me di cuenta de que: a) soy una persona de buen corazón, b) soy pésima para las confrontaciones, y c) soy una conformista, ¿cómo me he aguantado tanto tiempo a alguien que no hace bien su trabajo? Irónicamente, hace varios años me burlaba de una amiga recién casada que llamó a su mamá para que fuera a su casa a despedir a su empleada. ¿Así, o más patético? Pero la verdad es que si mi mamá viviera en la misma ciudad donde vivo, no tendría nada de raro que le pidiera el mismo favor.

La Real Academia Española define el conformismo como “la práctica de quien fácilmente se adapta a cualquier circunstancia de carácter público o privado”, y en el texto no suena tan mal, pero el conformismo no es algo bueno, porque tiene que ver con las personas que siguen comiéndose un plato de raviolis aunque hayan encontrado un pelo chuto en este, las mujeres que se resignan a que el novio les ponga cachos porque “todos los hombres son así”, los que se sienten miserables en su trabajo, pero no hacen nada para buscar uno mejor, y aquellos cuyo lema en la vida es “mejor malo conocido que bueno por conocer”.

El conformismo crea una rutina de cierta forma ‘cómoda’, que anestesia tanto la capacidad de sentir como la de pensar. En el amor, los conformistas son los que se aguantan estar con alguien a quien no aman para no quedarse solos, los que tienen novia, pero quisieran tener novio, y las que prefieren que el esposo les pegue a que las golpee el qué dirán. Son personas con la autoestima tan baja, que sienten que no merecen algo mejor en la vida. Hay conformistas que mueren conformistas, pero otros cambian de camino cuando se dan cuenta de que la conformidad es vivir como si una parte de uno estuviera muerta.

Conozco empresas que premian ese conformismo en sus empleados, les aumentan cada año 3%, les regalan una torta el día de su cumpleaños y, de contentillo, cuando cumplen cinco años a su servicio, les dan un reloj (casi siempre horroroso), o a los diez años, una llanta para el automóvil o 15% del pago de su propio ataúd. ¡Tan queridos!

La miscelánea de conformistas es variada, pero el que lo es en algún sentido no lo es necesariamente en todos. Yo, por ejemplo, podré ser conformista con la señora de la limpieza, pero no lo soy con la comida, en ese campo soy tan exigente como el chef Gordon Ramsay. Recuerdo que alguna vez fui a probar un restaurante muy bien recomendado, cuya especialidad es la pasta, pero como me estaba sintiendo gorda, ese día pedí un salmón en una cama de espinacas.

Mi plato tenía un aspecto fatal, no había tal cama de espinacas y lo adornaron con una piel de salmón frita que parecía que lo hubieran usado anteriormente en otro plato, lo probé y estaba más desabrido que ración de hospital. No pude quedarme callada, llamé al chef y le dije: “Señor, este salmón está tan básico que lo podría haber hecho yo en mi casa, pero me hubiera quedado mejor”. El chef me odió, claro, y no acepté que me prepararan un nuevo plato porque temía que estuviera condimentado con escupitajos a las finas hierbas.

En la vida es difícil tomar ciertas decisiones, como terminar con la pareja con la que se permanece más por costumbre que por amor, renunciar a un trabajo en donde a uno le pagan muy bien, pero es infeliz, o, en mi caso, despedir a alguien muy querido, pero poco eficiente, y que, para rematar, como sucede en el caso de la señora de la limpieza, me recuerda a la encantadora Angela Lansbury, que para mí tiene el rostro de un hada madrina. Se me ha pasado por la cabeza que tal vez la señora que me trabaja ya esté cansada y limpie mi apartamento mal a propósito para que la despida, porque no se atreve a renunciar para no herir mis sentimientos, o tal vez este sea otro pajazo mental mío. Pero he llegado a la conclusión de que es mejor arrepentirse por un rato que arrepentirse durante toda la vida, así que he decidido decirle que me mudo a Tennessee con mi gringo ficticio.