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La maternidad vista desde un concepto físico y espiritual

María Fernanda Gómez, 25/5/2012

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Es muy probable que la mujer durante sus nueve meses de embarazo necesite más del cuidado y protección del hombre.

 

La psicología de la mujer ha sido corrompida por el hombre diciéndole cosas que no son ciertas, convirtiéndola en una esclava del hombre, reduciéndola a la categoría de ciudadano secunda­rio del mundo. Y la razón de ello es que él es más poderoso muscularmente. Pero el poder muscular es parte de la animalidad. Si es eso lo que va a decidir la superioridad, entonces cualquier ani­mal es más musculoso que un hombre.

Pero las verdaderas diferencias existen ciertamente, y tenemos que buscarlas detrás del montón de diferencias inventadas. Una dife­rencia que veo es que una mujer es más capaz de amar que un hom­bre.  De hecho son muchas más las mujeres que sacan adelante sus hijos solas que hombres cumpliendo con este rol. El amor del hombre es más o menos una necesidad física; el amor de la mujer, no. Es algo más grande y más elevado, es una ex­periencia espiritual. Por eso, la mujer es monógama y el hombre es polígamo. Al hombre le gustaría tener a todas las mujeres del mun­do, y aun no estaría contento con ello. Su insatisfacción es infinita.

En los Upanishads hay una bendición muy extraña dedicada a las nuevas parejas. Una nueva pareja acude al vidente de los Upa­nishads y éste les da su bendición. A la chica le dice específica­mente: «Espero que llegues a ser madre de diez niños y que, fi­nalmente, tu marido sea tu onceavo hijo. Y a no ser que te hagas la madre de tu marido, no habrás triunfado como esposa verdadera.»  Es muy extraño, pero tiene una inmensa profundidad psicológica, porque esto es lo que descubre la psicología moderna, que todo hombre está buscando a su madre en la esposa, y toda mujer está buscando a su padre en el marido.

Es por eso que varios matrimonios fracasan: no es posible encontrar a tu madre en tu pareja.  La mujer con la que te has casado no ha ve­nido a tu casa para ser tu madre, quiere ser tu esposa, una aman­te. Pero la bendición de los Upanishads, que tiene casi cinco o seis mil años de antigüedad, ofrece una visión similar a la de la psico­logía moderna. Una mujer, quienquiera que sea, es básicamente una madre. El padre es una institución inventada,  no es natural… Pero la madre seguirá siendo indispensable. Se han probado cier­tos experimentos con  bebes probetas en donde se les  han dado a los niños todo tipo de facilidades, me­dicación, toda la comida... toda perfección proveniente de diferen­tes ramas de la ciencia, pero, extrañamente, los niños siguen encogiéndose y mueren en tres meses. Entonces descubrieron que el cuerpo de la madre y su calidez son absolutamente necesarios para que crezca la vida. Esa calidez, en este enorme universo frío, es absolutamente necesaria al principio, de otra forma el niño se sen­tirá abandonado. Se encogerá y morirá...Como quien dice: la ciencia con sus muchos adelantos no ha podido suplir al vientre ni al amor materno.

En el campo espiritual, la madre es quién le transmite a su hijo ésta conexión. De hecho, en varias religiones entre ellas el judaísmo es la madre quién confiere la condición de judío a su bebé pues ella es la única que puede dar fé de su origen.  No quiere decir que el niño va a ser más apegado a su madre, más parecido a ella, o que va a seguir sus pasos. No estamos discutiendo el lazo emocional entre padre e hijo, sino más bien la unión físicamente natural. Existe un vínculo físico más directo entre madre e hijo, porque todo niño comienza como parte de su madre.

El cuerpo y su funcionamiento son una imagen en espejo del funcionamiento del alma. El mundo físico es un paralelo del mundo espiritual. Por lo tanto, un vínculo físico entre madre e hijo es reflejo de la existencia de un vínculo entre ambas almas. Mientras que el alma del padre contribuye a la identidad del alma del niño, es el alma de la madre la que realmente la define.

Definitivamente, una madre es irremplazable y es la misión de amor más profunda e incondicional que cualquier mujer, sin importar su credo ni su raza, vino a cumplir con total incondicionalidad y sin pedir algo a cambio.