Rupturas… lo difícil no es superarlas, sino aceptarlas

Eliana Paola Páez, 7/1/2016

Columna de opinión. Todavía no sé a ciencia cierta si el dolor de los últimos meses ha sido producto del amor profundo que siempre pensé tener hacia él o un efecto de temor a la falta de costumbre.

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Por Eliana Paola Páez S.

Cuatro años de relación, una propuesta de matrimonio y un apartamento a nombre de los dos, no fueron razones suficientes para continuar. Y no tenían que serlo. De hecho, en últimas son temas materiales y de costumbres que muchas veces nos atan a lo que no nos une. Todavía no sé a ciencia cierta si el dolor de los últimos meses ha sido producto del amor profundo que siempre pensé tener hacia él o un efecto de temor a la falta de costumbre. Lo que sí sé es que hay una palabra que no cuesta pronunciar pero que a veces, cuando nos vemos cegados por un sentimiento, es difícil de aplicar: dignidad. Y esa es precisamente la clave de todo el cuento.

El primer día sentí que había sido mi culpa. Es común ver cómo muchas parejas se separan pensando en mil opciones para culpar al otro e incluso, para dar razones equivocadas sobre cosas en las que ambos tienen que ver. Los primeros días la cabeza está llena de motivos para querer alejarlo o quizás, para intentar traerlo de vuelta porque no fue la mejor decisión: ‘vale la pena luchar por lo que se quiere‘. Todo un pajazo mental. No es un tema de culpas sino de explorar los sentimientos reales. 

Luego vienen los encuentros “para hablar” sobre lo que pasó que terminan en agarradas. Las stockeadas en redes sociales y con los amigos para ver en qué anda mientras uno sufre. El celular al lado para ver si se anima a pedir perdón o busca la forma de que haya una nueva charla. Las lloradas en las noches hasta quedarse dormido y los intentos por salir con amigos para beber y olvidar el mal sabor. Que tampoco funcionan porque uno termina frustrado pensando en lo bien que el otro la pudo haber pasado a kilómetros de distancia. Y los mensajes rencorosos, los de arrepentimiento u orgullo; todos en su bandeja de entrada, previamente leídos y sin respuesta.

Los fines de semana y festivos de desastre porque hay dos opciones: los amigos cuadrados que hacen planes con sus parejas o los solteros que salen pero inevitablemente le caen. O la tercera opción, quedarse en pijamas o sudaderas viendo películas, sin bañarse y comiendo hasta reventar. Y la familia buscando la forma de que uno mejore invitándolo a cine, a visitar las tías o cualquier plan que inevitablemente le recuerda a uno lo solo que está.

Pero viene el momento crucial cuando se llega al punto de decadencia máxima, donde la rutina del proceso se alarga. Las stockeadas, las sudaderas y pijamas, la comida, los mensajes y las lloradas siguen con uno, mientras el otro sigue con su vida. Es ahí cuando hay que empezar a aceptar y vivir la sensación de dolor que esto nos genera. Con dignidad.

Ni siquiera es válido pensar en las ventajas que ese sufrimiento traerá a futuro porque en el momento en que se vive todo es un cliché. Duele y ya. La familia, los amigos, el jefe, los vecinos, el taxista; todos le dirán lo mismo: “todo pasa por algo”. Ahora o después va a sentirse exactamente lo mismo. Que el manejo sea distinto es otra cosa. La realidad es que uno no es el primero que sufre una tusa. A todos nos han dicho alguna vez que nos aman y aún así nos hemos desilusionado. A quienes no les haya tocado son afortunados y quizás, debería decir que es mejor esperárselo.

Terminar una relación de pareja es un tema que debería tratarse como un duelo que toca vivir, casi siempre a las malas. De entender que somos muchos en el mundo y hay formas infinitas de aceptarlo. Pero más que eso, es aceptar que en la vida real las cosas se acaban y cuando duran, hay que tener la madurez emocional (cojones) suficiente para hacerlo perdurar. Pero es una decisión de dos.

No se trata de tener 20, 30, 40 ó 50 años. Sentir aplica para todos y, digan lo que digan, es un tema irracional. Por eso, el primer paso es aceptar que hay una ruptura y que si ha habido intentos fallidos por volver es porque nunca más va regresar eso que tanto nos cuesta perder. Y si hay riesgo de que regrese, jamás vendría de la misma manera en que lo recordamos. La razón llega cuando se acepta, cuando ya hay un punto de caída en el que la dignidad es lo único que nos rescata.

Aceptar que hay una nueva relación por la cual es necesario luchar: por sí mismo. Aceptar que afortunada o desafortunadamente culminó. Aceptar que cada uno de los dos tiene el derecho y el deber de seguir y conocer más personas, de no encerrarse en la sensación del sentimiento perdido ni buscar explicaciones de las que ya no habrá respuesta. Aceptar que los fines de semana en pijamas o sudaderas, viendo películas e ignorando al resto del planeta (que todavía existe) no son la solución. Que el desgaste mental de pensar en lo mismo incrementa la sensación de vacío y la necesidad de saber en qué anda el otro baja el nivel intelectual. Es necesario vivir el dolor y darse el tiempo que se requiera para sentirlo, pero no quedarse en él. Pensar en, ¿vale la pena seguir así?

Las claves son: dignidad y aceptación. Luego de eso lo que venga es ganancia. Los frutos que traiga a futuro pueden ser muchos o pocos, igual, siempre habrá. Hacerse a la idea es la primera fase para llegar al punto en el que cualquier entusado querría estar: tranquilidad. Y no olvidar las bondades de la programación neurolingüística, NO a las frases como: “soy demalas en el amor”, “el problema siempre soy yo”, “a este paso, quien sabe si algún día me case”, “todos y todas son iguales”, “me estoy volviendo loca”, “ni para qué me arreglo”.

La magia comienza cuando uno acepta la derrota emocional que se va eliminando sola, mientras se vive la vida como vale la pena hacerlo: buscando maneras de sentirse nuevamente feliz.