Por invitación de la Embajada de Israel en Colombia conocí la otra cara de un país que, como el nuestro, quiere cambiar su imagen ante el mundo: no más guerra ni violencia; sí a la cultura, a la moda y a la innovación.
Panorámica de Haifa. Foto: Facebook
La calle del diseño
Tal vez la experiencia más enriquecedora fue la visita a dos diseñadoras que tienen talleres en la ciudad vieja de Haifa, acompañadas por Galit, una israelí que más bien parece una modelo. En el segundo piso de una casa sencilla nos esperaba Tamar Primak, graduada con honores en Shenkar. Al terminar sus estudios se fue a trabajar a Londres en Mark & Spencer, y aprendió de los sastres de Savile Row los secretos de este oficio. Con solo entrar a su taller me bastó para entender su mundo: una mezcla de encajes muy victorianos, damascos hechos a mano y tejidos por mujeres mediante técnicas antiquísimas. Según me contó, “es una mezcla de influencias europeas y del Medio Oriente, de colores únicos, con la fuerza del sol, las piedras del desierto y el azul del mar”. Tamar posee una vasta colección de cenefas, encajes y botones antiguos que compra en bazares y anticuarios o que le regalan amigos que saben que los aprecia como tesoros. A pesar de que Israel es un país pequeño, la moda es muy relevante. Sin embargo, como en los países de Occidente, los diseñadores realmente únicos, originales e innovadores son muy pocos.
Continuamos hacia al estudio de Liora Taragan, graduada hace once años de Shenkar. Su taller, instalado en una antiquísima casa de columnas, evoca una cueva como las descritas en Las mil y una noches. Decorado con exquisitez, cada una de las prendas es un objeto de arte. Inspirada en los beduinos, Loira trabaja solo pequeñas cantidades, pues prácticamente toda la ropa es cosida a mano. Sus clientes foráneos aprecian y pagan el costo de sus diseños. Ella reúsa telas antiguas que encuentra en sus viajes, por ejemplo, una camisa hecha a partir de un chal con aplicaciones en plata. Taragan mezcla estas prendas con otras contemporáneas y logra un efecto fantástico. Sus materiales favoritos son el terciopelo, el cuero, las telas egipcias, las lentejuelas y piezas de metal, que trabaja con un preciosismo de joyera. Una mezcla entre joyas y prendas, algo único y original.
Shenkar
La visita a Tel Aviv me llevó a toparme con Leah Pérez Recanati, directora del Departamento de Diseño de Shenkar, quien fue agregada cultural en la Embajada de Israel en Colombia durante tres años. Había oído hablar de la maravilla de Shenkar, pues trabajé con Leah en el proyecto de Identidad Colombia, pero resultó extraordinario ver cómo funciona esta institución, cuyas instalaciones impresionan tanto como la forma en que está organizada. Cada verano, veinte estudiantes hacen pasantías en los talleres de diseñadores de la talla de Lanvin y Nina Ricci, en París; Kenneth Cole, en Nueva York, o Mark & Spencer y Jonathan Saunders, en Londres. Leah maneja contactos con escuelas de moda como el Royal College of Art, en Londres; FIT, en Nueva York, y ESMOD, en Berlín, lo que les permite a los estudiantes acceder a un programa tan intenso en la parte técnica como experimental en cuanto a diseño y arte. Shenkar es considerada la décimo tercera entre las cincuenta mejores universidades de diseño del mundo. Su alumno más famoso es Alber Elbaz, director artístico de la casa Lanvin. Leah dice haber aprendido de Elbaz “que no basta con ser talentoso, hay que ser atento, amable y querido para que la gente que trabaja para uno lo haga de buena gana. Todo es trabajo en equipo”.
Jerusalén
Desde que leí el libro de Thomas Friedmann, Jerusalén, soñaba con conocer esta mítica ciudad que, a pesar de las conquistas y reconquistas a manos de cristianos, árabes y turcos, es hoy el centro de la vida israelí, tal y como lo fue desde el momento en que el rey David la eligió como capital de su reino, hace 3000 años. A primera vista impactan su belleza, esculpida en piedra blanca, y un ambiente de espiritualidad que se respira apenas se franquean sus murallas. Finalmente, es el lugar sagrado de cristianos, judíos y musulmanes. Caminar por sus calles y parques es como releer un libro de historia. Me pareció ver a Leonor de Aquitania cruzando una calle y a Ricardo Corazón de León con su armadura, cerca de la muralla. El legado de los cruzados, las historias de poder y gloria de papas y reyes, de Saladino y los musulmanes, subyacen en cada monumento. La Basílica del Santo Sepulcro fue mandada a construir por la emperatriz Elena, madre de Constantino. Parte de las murallas fueron erigidas por Solimán el Magnífico. Hasta un complejo ruso se levanta alrededor de la Iglesia de la Trinidad, que marca el territorio de los cristianos ortodoxos.
El monumento más importante de Jerusalén es tal vez el Templo de David. El primero, construido por Salomón, fue destruido; el segundo, ampliado y embellecido por Herodes, fue derribado por los romanos y hoy solo quedan de ese magnífico edificio una maqueta y el muro de las lamentaciones, destino de peregrinación de multitud de judíos que lloraban el exilio. La Cúpula, o Domo de la Roca, solo se puede ver de lejos, pues no se permite la entrada a los cristianos. El cenáculo se encuentra bajo un edificio de columnas y cúpulas góticas que más parecen de la época de las cruzadas que de la de Jesucristo pero, según me explicaron, en ese recinto se llevó a cabo la última cena y dado que la ciudad está construida una capa sobre otra, no me pareció extraño. El Vía Crucis, o vía dolorosa, atraviesa la ciudad vieja.
El guía me explicó que es prácticamente imposible construir algo nuevo en Jerusalén, pues a cada centímetro surgen vestigios arqueológicos. La ciudad vieja, de exclusivo uso peatonal, está construida en una colina por la que ascienden miles de escaleras y terrazas. Durante esas caminatas en medio de la lluvia pensé que Jerusalén ha logrado el milagro de la convivencia entre pueblos y religiones distintas. Por lo menos así lo percibí, pero puede ser tan solo una ilusión.
No podía dejar de visitar el mercado, al otro extremo de la ciudad, el lugar justo para entender la gastronomía de un país, un enclave mágico que me atrajo como un imán debido a mi gusto por la cocina. Allí disfruté los colores de las frutas y verduras, los olores y sabores de las especias y de los dulces exóticos.
Jerusalem. Foto: Turismo Jerusalem
El museo de Israel
Impacta su arquitectura de líneas simples y volúmenes minimalistas rodeados de jardines de plantas nativas. Los manuscritos del mar Muerto, o rollos de Qumrán, están expuestos en un lugar especial para que los visitantes puedan admirar los 800 rollos escritos en hebreo que datan del 150 a.C. al 70 d.C., hallados en once grutas en los alrededores del mar Muerto.
Una exhibición especial dentro de este recinto me dio en la vena del gusto, La historia del vestido judío. Tanto el vestuario femenino como el masculino están determinados por la ley judía (Halakhah) y las costumbres. A través de los siglos, diferentes versiones reflejan las regiones que habitaban las comunidades judías en el Medio Oriente. Esta colección única muestra el lujo y la calidad de los textiles hechos con técnicas de más de 3000 años de antigüedad, en fibras naturales como lana, seda y lino. El paso de los siglos está impreso en vestidos de novia, chales y prendas rituales. El manto con que se cubren el pelo las casadas es símbolo de modestia, cualidad esencial para la mujer judía. Cada prenda tiene una razón de ser y una historia que contar dentro de esta exhibición, una valiosa clase de historia y religión a través del vestido que selló mi visita a Israel.