"Ser virgen a los 26 tiene sus ventajas, niñas: dejar las matemáticas de periodos, dietas anticonceptivas, enfermedades o arrepentimientos. La castidad, asunto profundamente superficial".
En esta vida he perdido muchas cosas, desde mi pasaporte en algún lugar de Nueva York; a mi hermano en un centro comercial (sólo por unos minutos, el regaño duró horas); la cabeza varias veces, ni qué hablar de la vergüenza; a varios parientes (no en centros comerciales) y varias joyas de familia que interrumpieron su cadena hereditaria gracias a mi descuido. Pero hay algo que no he sido capaz de perder a pesar de mi gran talento para ello y es algo que ha estado pegada a mí por 26 años, eso que llaman virginidad. Así que, sí, soy una anoréxica sexual, ¿y qué?
Hace unos años, en mi práctica universitaria me tocó conducir un grupo focal acerca de la virginidad. Encontrar un puñado de vírgenes fue todo un reto, me sentía como buscando aquellas gafas que se rebuscan por todas partes y que han estado sentadas en la cabeza todo el tiempo. Yo era en realidad la única virgen que conocía, pero no me atrevía a admitirlo en público por pánico escénico, ante los seres del otro planeta —es decir los sexualmente activos—, que suelen mirarlo a uno como marciano. ¿Desde cuándo ser virgen se convirtió en pecado?
Cuando la gente se entera de mi condición, siguen uno de tres patrones: a) secretean lástima por mí; b) secretean otras cosas pensando que ellos si llevarán a esta madonna a la cama; o, c) sencillamente piensan que hay algo raro conmigo, que seguramente tengo tres pezones.
Recientemente, me tocó practicarme un examen médico general, y cuando la doctora me preguntó si yo planificaba, le conteste que no. Ella me miró como si yo fuera una irresponsable. “No planifico porque soy virgen”, le aclaré. Fue ahí cuando me soltó una mirada aun más fuerte, como de “¿no se ha estrenado aún sus genitales?”. Tal y como me dicen mis amigos: “Le van a salir telarañas”, o “se le va a oxidar eso, mijita”. Por ser virgen me siento como una paria, de la más baja casta; y es que en nuestra sociedad, si uno tiene cumplidos los 18 años y es lo suficientemente cute para no ser confundida por Rudolph Holmes, es lógico que ya todo el mundo dé por hecho que la hayas perdido. A mi favor, debo aclarar que propuestas indecentes no me han faltado, modestia aparte, pero me rehusó a hacerlo por presión social o simple desespero.
Sin embargo, debo admitir que a veces he tenido que jugar el deporte favorito de nosotras las mujeres: pretender (siempre pretendemos ser más jóvenes, más flacas y más vivas de lo que somos.) Así que para no quedar de “una de estas cosas no es como las otras…”, aderezo mis conversaciones con los apartes que he aprendido de Sex and the City… ¿Quién dijo que la televisión no es educativa? Pero esto me puso a pensar si yo seré la única virgen que pretende no serlo, así como deben haber les putains que se creen vírgenes.
Antaño, eran las virgencitas las adoradas (tanto las de iglesia como las otras); ahora las empíricas marcan la norma social y son más deseadas. ¿Cuándo y cómo pasó esto? Echémole la culpa a ver tanto Beverly Hills 90210 en los 90.
Estoy segura de que como yo, hay otras severamente afectadas por las comedias románticas de Hollywood en las que cualquier tropezón en la calle termina siendo el preámbulo para un matrimonio perfecto, y uno de imbécil aún se pregunta por qué uno no se puede tropezar con Collin Farrell o por lo menos con un Unax Ugalde (Antonio, de Rosario Tijeras) en la calle.
Así que, que viva la virginidad mientras nos dure, porque una vez se rompe con la anorexia sexual, hay peligro de convertirse en bulímica… (me han contado).