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“De mí para ti”

Julia Londoño Bozzi, 4/8/2013

En mi familia hay un término para los regalos que recibimos e inevitablemente regalamos de nuevo: los “cheques en blanco” o “al portador”. Regalos que perpetúan el ciclo de la reencarnación: llegan a la vida como un obsequio de grado, pasan a ser el regalo de cumpleaños del jefe y terminan como premio de bingo.

Ilustración: ©ivo/13. - Foto:

Es verdad que hay personas que no tienen reparo en regalar cosas que encuentran horribles y en usar, a manera de cheque al portador, cuanto juguete de piñata tienen en su casa. Esa, me parece, es una señal de mezquindad, pero no es lo que creo que impulsa la sana costumbre de los “cheques en blanco”. La costumbre de reciclar regalos se perpetúa porque nos gusta quedar bien sin esforzarnos demasiado.

Al contrario de lo que inicialmente pueda pensarse, los cheques en blanco no son regalos que nos fastidie recibir ni objetos de mal gusto. Si así fuera terminarían en la basura. La muestra de que apreciamos su valor es que estamos dispuestos a dárselos a alguien más; es casi un alivio recibirlos de vez en cuando y resolver la tarea de encontrar regalos comprometedores.

Este tipo de obsequios tienen dos particularidades. La primera es que son genéricos, sirven para cualquier persona independientemente de la edad, ocupación o género, y la segunda, que gozan de un aparente estatus en la jerarquía de los regalos. Estamos hablando de una botella de vino selecto, un bolígrafo sofisticado o una caja de chocolates de lujo.

Quite y cambie la tarjeta y quédese tranquilo, usted sabe que esos regalos no tienen pierde. A menos que se los dé, respectivamente, a un alcohólico, a alguien que haya perdido su mano o a un diabético.
Mi abuelo contaba que en una ocasión un colega suyo le regaló a un compañero de trabajo un maletín de cuero muy fino y este se lo dio después al jefe de ambos y el jefe se lo devolvió a quien lo compró. Supieron que era el mismo porque, en un bolsillito interno, el comprador había tenido el detalle de incluir una tarjetica de esas que dicen “De mí para ti”, que lastimosamente pasó desapercibida no una sino dos veces. Esos son los peligros de volver a regalar.

A la hora de elegir un regalo, además del motivo y el precio, hay un montón de variantes que debemos tener en cuenta: ¿ya tendrá uno de estos?, ¿lo usará?, ¿se convertirá en cheque en blanco?, ¿será de su gusto o es más bien del mío? Yo considero comprar cosas que no me gustan cuando creo que el otro “está ahí pintado” o cuando explícitamente ha dicho que quiere ese objeto que para mí no tiene gracia.

Este es el dilema entre qué es más importante: que me guste a mí o que le guste al otro.
Una disyuntiva que tiene su carga de ego, ¿cómo voy a regalar una cosa que me parece frondia? Generalmente resulta mejor pensar en el gusto del otro que en el propio. ¿Recuerdan ese triste cumpleaños en el que Homero Simpson le regaló a Marge una bola de boliche?
A diferencia de ese tipo de presentes, hay uno que generalmente no tiene pierde, aunque a veces parezca de mal gusto: la plata “contante y sonante”, como dice mi mamá. La costumbre de la lluvia de sobres puede parecer indelicada, pero tiene un carácter práctico. Para una pareja de recién casados que se va a vivir a Corea un juego de copas, un portarretratos de plata o un florero chino son un encarte.

Casi tan rico como recibir un regalo cómodo, de esos previamente acordados, es sorprenderse con un buen regalo de una persona que tradicionalmente obsequia cosas que odiamos.

Hace poco una amiga me dijo emocionada, cuando le piropeé una bufanda, que se la había regalado una vieja amiga dándole en la vena del gusto por primera vez en toda su vida.
Personalmente agradezco los cheques en blanco recibidos a lo largo de cumpleaños, grados y navidades, que me han resuelto la tarea de pensar en regalos engorrosos. Pero al recordar los regalos sorprendentes que he recibido en la vida, les agradezco a las personas que se han tomado el trabajo de pensar en mis gustos y necesidades particulares, en vez de darme otra botella de vino o la plata.

Primeras ediciones de mis escritores favoritos, libros raros y hasta ediciones especiales hechas para mí, fotos entrañables que creía perdidas, viajes a destinos soñados, el mantel de la abuela, recetas exóticas preparadas en casa; algunas cosas son realmente invaluables. Son las que tienen nombre propio.