violencia

¿Cómo expresar el dolor?

Lila Ochoa, 2/9/2011

Me niego a aceptar que para poder sobrevivir en este país haya que tener piel de elefante.

- Foto:

 
No suelo escribir sobre temas políticos, pues no me parece pertinente hacerlo en una revista de las características editoriales de FUCSIA, pero la noticia de la muerte de los diputados de la Asamblea del Valle me dejó tan perturbada que me sentí en la obligación de decir unas palabras al respecto, aunque en el momento en que circule la Revista este quizás ya no sea un tema de actualidad. Es triste decirlo, pero en este país lo que sucede un jueves se ha olvidado al martes siguiente.

Mi obligación es protestar, se me sube la sangre a la cabeza de la rabia, de la impotencia ante estos salvajes de las Farc que en su código de valores no incluyen el de la vida de civiles inocentes.

Nací durante la época en que surgió el Frente Nacional en Colombia y crecí oyendo hablar de los muertos de la violencia, del 9 de Abril, de la guerrilla, de las guerras entre Liberales y Conservadores, de los enfrentamientos entre ‘Pájaros’ y ‘Chulavitas’, del corte de franela, de las mujeres embarazadas a quienes les sacaban los bebés de la barriga, de la desolación y del dolor. Era una niña, pero dominaba ese vocabulario a la perfección.

Durante esos años, los odios políticos se heredaban de generación en generación y me acuerdo de que el día de mi matrimonio, mi suegra, que era liberal, no le dirigió la palabra al ex presidente Ospina Pérez porque un primo suyo había muerto durante su gobierno y lo culpaba de ese hecho. Ese era el ambiente en esos años, de intolerancia total.

Cuando nacieron mis hijos, en los 70, la violencia continuaba y nombres como el de ‘Sangre Negra’, ‘Tirofijo’ y más recientemente el del ‘Mono Jojoy’, formaban parte de nuestra realidad. Más tarde, en los 80, la guerra generada por Pablo Escobar trajo de nuevo el terror al país; sobrevivimos a las bombas del narcotráfico y empezaron los atentados de la guerrilla a las ciudades.

Y siguieron los muertos, algunas veces en hechos que nos tocaban de cerca, pues la bomba del Club El Nogal mató a un compañero de colegio de mi hija menor, un joven cuyo recuerdo todavía me arruga el corazón. La conclusión es que tanto mi generación como la de mis hijos no han conocido un solo día de paz. La guerra más larga del siglo XX, como dicen los periódicos.

Vi en televisión la repetición del video que envió la guerrilla como prueba de supervivencia de los diputados del Valle y fue algo demasiado doloroso. Ver y oír a cada uno de ellos hablándole a los miembros de su familia como si estuvieran a su lado, tratando de infundirles valor y ante todo enviándoles todo su amor, fue algo muy difícil. Parecía una de esas conversaciones normales entre padres e hijos, cuando uno se va de viaje y les hace unas cuantas recomendaciones, una circunstancia más de la vida diaria.

Me imagino la angustia que sentían esos papás en ese instante, cuando trataban de decir en pocos segundos todas las cosas importantes que uno quisiera decirles a sus hijos a lo largo de la vida. A ellos, a los diputados, los lloran sin consuelo sus viudas y huérfanos.

Yo hubiera querido ver a la gente en las calles, protestando, gritando que esto no es posible, mostrando su indignación ante estos hechos. Pero tristemente no es así, y pienso que no puede ser que nos importe tan poco la vida. Ninguno de los hombres asesinados era mi papá, mi marido o mi hermano, pero siento como si lo fueran porque son mis compatriotas.

Somos un país con una gente que se parece a los escorpiones, que se atacan a sí mismos con el aguijón envenenado. ¿Por qué esa falta de solidaridad? ¿Por qué nos dedicamos a criticar cómodamente desde los medios de comunicación utilizando falsos moralismos como herramientas para atacar las políticas del gobierno? ¿No será mejor proponer soluciones? No se nos puede olvidar que se está jugando el destino de una nación y que, como decía Chateaubriand, “el poder que se degrada y empieza a regatear con sus enemigos nunca obtendrá clemencia”.

Me consume la impotencia, pues aunque crecí en un país donde la crueldad, la injusticia, la enfermedad, las dificultades económicas son parte de la vida diaria, pienso que no podemos sucumbir a la indolencia. Me niego a aceptar que para poder sobrevivir en este país haya que tener piel de elefante.

Y no quiero que se me olvide ser solidaria ante la tragedia, conmoverme ante el dolor ajeno. No quiero volverme dura e insensible ni perder el coraje que me permite seguir luchando por lo que creo y quiero, por mi país. Por eso, desde estas páginas quiero dar mi más sentido pésame a las esposas, hijos y padres de los diputados de la Asamblea del Valle.