Editorial

Por qué los 30 no son los nuevos 20

Lila Ochoa, 2/8/2013

Desde hace algunos años estamos oyendo que las nuevas generaciones tardan más tiempo en madurar y que realmente una persona de 30 años es como una de 20 de nuestra generación.

Foto: @Paloma Villamil. - Foto:

Hoy, a los 20, un joven no ha empezado a trabajar, no piensa en casarse y ni hablar de tener hijos. Cuenta con todo el tiempo del mundo y no hay por qué preocuparse de planear nada. Eso dice la teoría. Pero después de oír una conferencia de la psicóloga clínica norteamericana Meg Jay, cambié de opinión. Pienso que nos han vendido la teoría de la banalidad, la irresponsabilidad y la inmadurez de los 20 años como algo divertido y normal, y que los papás la adoptamos sin pensarlo bien. Los periódicos y revistas nos hablan de una adolescencia tardía y hasta se han inventado términos como el “niadulto”, en inglés kidult. En una palabra, la cultura se ha encargado de trivializar esa etapa de la vida.

Es cierto que en la actualidad los jóvenes tienen que estudiar más tiempo, se gradúan más tarde y se demoran más en asumir la adultez. Por ejemplo, a los 30 no han hecho una declaración de renta, ni han pagado impuestos. No saben lo que es pagar los servicios públicos y ni siquiera han pensado en obligarse a cancelar una hipoteca para adquirir una casa propia. Pero, pensándolo bien, esto ni siquiera es culpa de ellos, pero tampoco puede ser una disculpa para postergar la toma de decisiones y asumir las consecuencias de nuestros actos, como nos tocó hacerlo a nosotros.

La vida de una persona se define, según dice Jay, antes de los 35 años. Eso quiere decir que por lo menos ocho de diez decisiones que definen una vida ocurren entre los 20 y los 30: qué estudiar, conseguir un trabajo gratificante, encontrar una pareja, etc. Según los investigadores, los primeros diez años de trabajo definen la capacidad de ganar dinero. El cerebro termina de desarrollarse alrededor de los 20, definiendo las aptitudes y talentos de una persona y preparándola para asumir la adultez. Lo que implica que es el momento en que aún se puede cambiar algo de sí mismo. En el caso de las mujeres, el pico de la fertilidad se alcanza a los 28, y a los 35 empieza a enredarse.

Todas estas razones deberían ponernos a reflexionar sobre la forma en la cual educamos a nuestros hijos. La idea no es meterlos en una burbuja hasta los 30 y después soltarlos al mundo sin las herramientas necesarias para defenderse. Así como los primeros cinco años de un niño se consideran cruciales, pues en ese período desarrollan el lenguaje, la motricidad y la capacidad intelectual, los 20 deberían ser considerados una etapa crucial para un ser humano.

Eso me ha hecho pensar que estamos engañando tanto a nuestros hijos como lo hacemos con nosotros mismos, sin pensar en las consecuencias. No es verdad que uno tiene diez años más para farolear y tomársela con calma. Hay que planear la vida para conseguir logros. Uno no puede robarle el sentido de urgencia y la ambición a los jóvenes, pues una vez que pasó el tiempo de planificar y tomar decisiones, pasó, y ya no hay forma de dar marcha atrás.

Lo que pasa ahora es que en un espacio de tiempo más apretado, una persona se siente impelida a elegir la profesión a seguir, la ciudad donde va a vivir, a casarse y tener hijos. Así, termina escogiendo pareja como en el juego de los asientos musicales, decidiéndose, a la fuerza, por el último puesto libre. Es complicado hacer todo esto al mismo tiempo y por eso las posibilidades de equivocarse son mayores. La crisis de los 40 no consiste ahora en querer comprarse un deportivo rojo sino en tener una carrera que lo haga a uno feliz. A esa edad es difícil tener dos hijos, pues el asunto de la fertilidad, por más avances tecnológicos que existan, no es un problema de querer sino de poder. Muchos jóvenes que se dieron esos años sabáticos deben estar pensando por qué desperdiciaron tiempo precioso. Por qué terminaron en un trabajo mal pagado o por qué se fueron a vivir con un novio que no querían, asumiendo de forma simplista que era más barato.

La conclusión es que hay que pensar, proyectar y construir, como la hormiga de la fábula, y no dedicarse a cantar durante el verano sin proveer, como la cigarra. Vale la pena recordar que La cigarra y la hormiga es una de las fábulas atribuidas a Esopo y recreada por Jean de La Fontaine (siglo XVII) y Félix María Samaniego (Siglo XVIII). Sí, una fábula que hace más de 400 años quiso ejemplificar, a través del comportamiento de los animales, lo que de este pueden adoptar los hombres, y que todavía sigue vigente, cómo no.

Entradas relacionadas

Editorial de sexo

Amor a control remoto