Moda

En las entrañas de la lana

21/11/2013

¿De dónde provienen esos sacos que el invierno, que arrecia por estos días, nos obliga a ponernos?, ¿qué historias cuentan sus tejidos entrelazados? La ropa que usamos cuenta muchas historias, a través de sus materiales delata su tiempo y su procedencia. Si es un saco artesanal, no habla entonces de tejidos uniformes hechos por máquinas, sino que evidencia las manos que lo tejieron, las que crearon el hilo usando el huso, y hasta las que esquilaron la oveja o la alpaca para obtener ese pelo del que se desprenden infinitas posibilidades para la moda. Ese es el verdadero valor de lo artesanal, el poder de traducir en una pieza única la historia de hombres y mujeres que han guardado un saber y lo han perpetuado. Aprovechando la última edición de Festilana, que realiza la Fundación Compartir cada año, en Cucunubá, y que convoca a cientos de hilanderas, tejedoras y esquiladoras de la región, fuimos en busca de algunas de esas historias femeninas que se han quedado prendidas de la lana que hoy nos abriga.

Esquilar
A los 7 años cuidaba 25 ovejas que tenía que conducir a través del monte. Con el tiempo, fue aprendiendo a esperar con paciencia a que los “chivitos” (borregos) nacidos en el rebaño cumplieran un año para que el pelo tuviera la longitud adecuada, un mínimo de 10 centímetros, y se pudiera hilar bien a fin de obtener una buena lana. Luego, a esperar un año más para volver a iniciar el proceso. Elizabeth sabe esquilar las ovejas como nadie en Cucunubá, y recientemente ganó el premio a la mejor en ese oficio. Sabe que debe cortar el vello parejo, a ras de la piel. Primero hay que tumbar a la oveja, amansarla, maniatarla, y luego proceder a ejercitar el arte de la tijera. Sus ovejas son criollas, y quizás pronto lleguen otras razas que tengan una piel más fina y puedan influir en una mejor calidad de los productos que teje su familia.

Hilar
Ellos eran tejedores, hacían ruanas, pañolones y bayetas. Ese es el recuerdo más vívido que tiene Blanca de sus padres. Creció entre costales de motas de animales, husos y agujas. Aprendió a lavar el pelo de las ovejas una vez cortado, a seleccionarlo con juicio para que ninguna pepita del monte se le quedara incrustada. Su madre le enseñó a enredarse esa mota limpia y bien escogida en la mano, a enhebrarla en el huso –un palo grueso de madera con un ojal en su parte superior y un peso en la inferior que lo hace girar vertiginosamente– y a formar hilos. Sus manos, que llevan el rastro de la tierra, han aprendido a hacer el suave movimiento que se requiere para que las hebras de lana queden parejas y muy delgadas. Jalar la mota y dejar que el huso la enrolle al caer, hacerlo una y otra vez hasta completar una madeja con la que se pueda tejer.

Tejer a mano
Nilsa lleva con orgullo un sombrero blanco que ella misma ha tejido. En el pueblo, su diseño se ha convertido en una clase de sello de su familia, dedicada a la tejeduría por tradición: “no llevan sombreros de fieltro ni de paja, llevan sombreros de lana”, cuchichean cuando las ven pasar. Nilsa sabe bien cómo tejer con dos agujas o con una sola, pero ahora quiere hacer algo más que sacos y cobijas. Por eso, de la mano del trabajo de importantes diseñadores colombianos ha aprendido que sus manos, sin traicionar la tradición, pueden también innovar en formas y anudados, que sus acabados pueden ser más perfectos y que su creatividad puede llevarla a que este oficio, que tan bien conoce, lleve su impronta.

Urdir y tejer en telar
Todos los miércoles su papá viajaba y les permitía a ella y su hermano subirse al enorme telar. Para Martha era el momento mágico de acceder a esa gran máquina, a ese tesoro conservado por generaciones. Jugando fue entendiendo ese gran engranaje de hilos; parada sobre los cuatro pedales descubrió que la presión que ejercía sobre ellos se traducía en la fuerza con la que se anudaba el tejido. Hoy, casada con un hombre que también aprendió el amor por la lana desde niño, acomoda cada mañana 560 hilos en el tambor y hace tejidos sarda, espina de pescado y paño. Y convierte el baile de sus pies en coloridos chales que conservan la textura de lo hecho a mano.





A los 7 años cuidaba 25 ovejas que tenía que conducir a través del monte. Con el tiempo, fue aprendiendo a esperar con paciencia a que los “chivitos” (borregos) nacidos en el rebaño cumplieran un año para que el pelo tuviera la longitud adecuada, un mínimo de 10 centímetros, y se pudiera hilar bien a fin de obtener una buena lana. Luego, a esperar un año más para volver a iniciar el proceso. Elizabeth sabe esquilar las ovejas como nadie en Cucunubá, y recientemente ganó el premio a la mejor en ese oficio. Sabe que debe cortar el vello parejo, a ras de la piel. Primero hay que tumbar a la oveja, amansarla, maniatarla, y luego proceder a ejercitar el arte de la tijera. Sus ovejas son criollas, y quizás pronto lleguen otras razas que tengan una piel más fina y puedan influir en una mejor calidad de los productos que teje su familia.

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