columna

Amor con subtítulos

Odette Chahin, 19/8/2008

Enamorarse de un extranjero puede expandirle el horizonte y su vocabulario o achicarle la paciencia.

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Revista Fucsia
 
Cuando cierto amigo colombiano se casó con una checa en Praga, se asustó al darse cuenta de que su novia había desaparecido de la fiesta. No se había fugado con su ex ni tampoco se había arrepentido. La habían raptado sus amigas para llevársela a un bar como es tradición en la República Checa. Cuando el novio se enteró, se rió hasta que le contaron que no sólo tendría que encontrar dónde estaba la novia, sino que además le tocaría pagar los tragos de ella y sus secuestradoras. Tanto más tiempo, tanto más caro le saldría; su misión no sólo requería tener mucho sentido del humor, sino también mucho billullo. Por un instante, mi amigo deseó haberse casado con una paisana donde el peor momento de la noche hubiera sido el morboseo de sus amigos bajándole el liguero a su esposa.

Hoy en día, casi todo el mundo ha tenido por lo menos una pareja con pasaporte extranjero como resultado de la globalización, la Internet y, sobre todo, por esa fascinación que tenemos los colombianos por todo lo de afuera, desde las carteras Made in Italy, los traseros Made in Brazil hasta aquellos acentos británicos que hacen que un insulto a lo “bloody bitch” suene terriblemente sexy. Esta tendencia de mezclar razas en la licuadora, es mundial; ya no es extraño ver a un rasta asiático o a un albino con afro.
Hace algunos años hice de intérprete para una empresa que trae gringos buscando esposas colombianas, nunca entendí por qué venían señores desde tan lejos para encontrar a alguien con quien ni siquiera podían hablar. Mientras le traducía a Damaris, una veinteañera curvilínea, qué es lo que Bob, un cuarentón bigotudo, buscaba en una mujer —que supiera cocinar, limpiar y mover las caderas como Shakira— no podía dejar de pensar si lo que él estaba buscando era a una empleada doméstica en lugar de a una esposa.

Un verano con un extranjero lo puede tener cualquier persona, sobre todo, porque sabe que jamás lo someterán a la auditoria paterna y lo único que piensa procrear es orgasmos. Pero una verdadera relación entre dos personas de distintas culturas puede ser tan enredado como el cabello de Macy Gray. El hombre y la mujer, de por sí son de planetas distintos; si a eso le sumamos el choque cultural, que si llega a ser un embrollo entre un cachaco y una costeña, ahora imagínese cómo será entre personas de razas totalmente opuestas.

Las parejas de una misma cultura sólo se tienen que preocupar por los cachos y en qué colegio van a meter a su crío, pero las interculturales afrontan muchos más desafíos: desde la barrera idiomática, las diferencias de religión y valores, el rol del hombre y la mujer, y, la gran prueba de fuego: en qué idioma educarán al retoñito. A veces es difícil para las parejas interculturales ponerse de acuerdo, porque tienen perspectivas diferentes; yo no podría salir con un turco y compartirlo con su harem de esposas, ni con un esquimal cuya tradición incluye ofrecer a su mujer a las visitas y, mucho menos, con hindúes, que están acostumbrados a lanzar a sus bebés desde los edificios para que reciban bendiciones. ¡Ni en las drogas! Oscar Wilde decía: “El único equilibrio del matrimonio intercultural es que proporciona iguales decepciones al marido que a la mujer”.

Buscar pareja fuera de su círculo cultural, es algo que dispara la alarma naranja desde las mamás judías que no les gusta que sus hijos coman antikosher, los mormones y hasta la Universidad Bob Jones en Carolina del Sur, cuyo reglamento disciplinario prohíbe las relaciones interraciales y las castiga con la expulsión. Todavía existen muchas culturas que no apoyan el mestizaje racial como si todavía estuviéramos en la época de la Conquista. Lo cierto es que hay tantos casos exitosos de parejas interracionales como lo hay casos de pésimas experiencias. La clave es conocer y respetar a la media naranja importada, para que la cosa no se torne agria.