editorial

Amores en la selva

Lila Ochoa, 15/3/2009

De mujeres adúlteras e infidelidad, la mitad de la mitad. Esto parece como un rezago, aunque no lo crean, del siglo XVI.

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Por: Lila Ochoa

Es paradójico. Estamos en el año nueve del siglo XXI, pero parece que todavía estuviéramos en el siglo XVI, cuando el adulterio cometido por una mujer se castigaba con pena de muerte y por un hombre con una simple recriminación.

Valga el ejemplo de las dos esposas de Enrique VIII, Ana Bolena y Catherine Howard, que fueron ajusticiadas en la Torre de Londres por cuenta de unas presuntas infidelidades. Quiero decir, en el caso de la Bolena, porque la Howard efectivamente traicionó a su marido. Pero al rey Enrique VIII nunca se le pasó por la imaginación que él también había roto su promesa de fidelidad; para él las mujeres eran parte de sus propiedades y como a tales las trataba. La infidelidad no se le aplicaba a los hombres y menos a los poderosos.

Esta doble moral de calificar a las mujeres que rompen sus votos matrimoniales de adúlteras, malvadas y sin valores, mientras que a los hombres se les felicita por la hazaña de conquistar una mujer ajena, debería ser algo imposible de imaginar en este siglo, pero sigue sucediendo. Me refiero a las historias que cuentan los ex secuestrados de las Farc en los libros que han salido últimamente al mercado.

Y a propósito de éstos, las revelaciones que hacen los gringos en su libro Out of Captivity(Fuera del cautiverio), dejan un muy mal sabor. No me refiero a las rivalidades, celos y traiciones entre los secuestrados y sus captores. Eso me parece completamente normal en las circunstancias en las que ellos se encontraban. Así como me parece apenas natural que surjan romances entre un grupo de personas que tiene que convivir las 24 horas en condiciones de extrema precariedad. Sería desconocer del todo la naturaleza humana y pretender que en lugar de hombres y mujeres, fueran ángeles.

En ese horror que significan sus condiciones de subsistencia, puedo imaginarme muy bien que el amor se convierta en la única razón para seguir viviendo, en un bálsamo que le permite a la gente soportar la tortura, la ausencia de dignidad y el terror al que se enfrentaron todos ellos. Ya en su carta desde el cautiverio Íngrid nos permitió vislumbrar ese mundo de miseria y dolor.

Lo que me impacta, y me duele, es el tratamiento discriminatorio con las mujeres. Por ejemplo, si el que hubiera tenido el hijo en la selva fuera Luis Eladio Pérez no habría sido noticia, pero esta misma circunstancia fue una bomba en el caso de Clara Rojas. Afortunadamente, su historia conmovió y finalmente la sociedad la acogió. Me imagino la angustia que sintió Clara al reintegrarse a la sociedad de que la fueran a tratar como a una mujer marcada. Su entereza y su valor le devolvieron la dignidad y hoy disfruta plenamente de la vida al lado de su hijo.

La historia de Íngrid Betancourt y de Gloria Polanco es otro ejemplo. Los gringos afirman en su libro que ellas se ennoviaron con dos de sus compañeros durante el secuestro y relatan las escenas de amor que presenciaron durante esos años de convivencia. Hablan de que ellas dormían con sus respectivas parejas, de los baños que se daban en los ríos y cascadas y de alguna manera llevan al lector a pensar que Íngrid y Gloria Polanco son dos mujeres adúlteras que se corrompieron en la selva.

Como era de esperarse, estas revelaciones se convirtieron en una bomba y todo el mundo habla del tema con un morbo infinito. Lo único que no he oído es que el impulso hormonal afecta a hombres y a mujeres por igual. Yo no me atrevo a decir si está bien o mal hecho el tener aventuras durante un secuestro cuando uno está casado. Lo que si sé, es que se debe usar la misma medida para juzgar a hombres y mujeres, puesto que el hecho de transgredir las normas es lo mismo en un caso que en el otro.