¡No más violencia de género, ni rostros deformados!

Fucsia.co, 15/4/2014

Cuatro mujeres relevantes del panorama periodístico colombiano escriben en exclusiva para Fucsia. Cuatro manifiestos en los que vuelcan sus opiniones sobre la violencia de género, a propósito de los últimos casos de ataques con ácido.

María Jimena Duzán - Foto:

María Elvira Samper

Hoy nos conmueve el caso de Natalia, de 33 años, desfigurada por el ácido que al parecer le lanzó un exnovio. Pero pasaron inadvertidos los de Gina, Consuelo, María, Gloria, Angie, Viviana y otras 920 mujeres que, según Medicina Legal, han sido atacadas con ácido en los últimos nueve años. Sus historias no salieron en los medios, la justicia no les ha hecho justicia y han sido víctimas de la discriminación.

Sus rostros desfigurados son la expresión más perversa de la violencia contra la mujer: el criminal no solo quiere hacer visible la agresión, sino dejar a su víctima marcada para siempre. Una forma de “feminicidio”, pues la mayoría de las víctimas se sienten muertas en vida.

Ojalá no sea así para Natalia, que cuenta con un amplio círculo de afectos y la solidaridad de muchos colombianos, si bien temporal. Porque después del ritual del desgarro que oficiamos cuando sale a la luz un caso como el suyo o como el de Rosa Elvira, violada y empalada por un compañero de estudios, tristemente pasamos la página.

El caso de Natalia obliga de nuevo a reflexionar sobre esa tragedia social que es la violencia de género, un fenómeno que persiste e incluso aumenta porque la sociedad machista, sexista y patriarcal, lo tolera y de alguna manera lo considera normal. ¿Hasta cuándo?




María Isabel Rueda

¿Qué es lo que tiene de trágica, de perversa, de especialmente horrenda y sádica, la práctica que se está extendiendo en Colombia de arrojar ácido sobre el rostro de una persona para desfigurarla de por vida?

Desde hace rato vengo reflexionando sobre el tema. Y me pregunto con profunda tristeza cuál es la razón por la cuál el agresor, que perfectamente podría optar por asesinar a su víctima, en los términos extremos de reproche delictual que ello conlleva, opta por la desfiguración.

Intuyo que ahí va implícito un acto de poder. De sentir la satisfacción de que esa persona seguirá viva, pero que en lo que le resta de existencia llevará indeleblemente en su rostro la “marca” de su agresor.

Una marca que recordará cada día del año, cada hora, cada segundo del resto de su existencia, sin necesidad de asomarse a un espejo. Para que nunca acabe su infierno en esta vida. Para que jamás se libere de esa supuesta culpa que alguien resolvió reprocharle de manera tan brutal, condenándola a esa muerte en vida que arrastrará al resto de su familia con ella.

Es un poder que se alimentará para siempre de esa cicatriz. ¿A qué naturaleza obedece ese acto de venganza ciega, qué tamaño de odio inatajable alberga el corazón de una persona, si es que lo tiene, que comete ese evento de descomunal agresión? Ahí tienen para darse golpes de cabeza contra la razón todos los psiquiatras y psicólogos de este mundo.

Pero, al contrario de lo que se piensa, el de la desfiguración con ácido no es un delito de género, dirigido particularmente contra las mujeres. Según estadísticas del diario El Espectador, entre 2004 y 2013, de un total de 926 víctimas de ácido, la mitad, 455, han sido hombres, y 471, mujeres.

Lo anterior no significa que la agresión con ácido no engrose la lista de delitos que afectan de manera particular al género femenino, y que se une a otros de naturaleza distinta pero de ocurrencia reciente y creciente en Colombia, como los delitos sexuales que se han tomado el sistema de transporte masivo y que han condenado a las mujeres que lo utilizan a sufrir los más degradantes itinerarios que puedan cumplir cuando van en la ruta hacia su trabajo o regresan al seno de su hogar y de sus hijos.

Solo me resta decir que de todas las mujeres la que más me conmueve e inspira es la madre cabeza de familia. Y ello es así porque hay una condición femenina que no ha cambiado ni cambiará durante siglos, o por lo menos eso espero: su incondicionalidad con los hijos, cualidad que la separa de los hombres por un abismo de distancia.




Cecilia Orozco

Aunque parezca increíble, la violencia contra las mujeres también se practica, y de qué manera, en el campo de la justicia: frente a los delitos de género, investigadores, fiscales, jueces y magistrados actúan con la mentalidad de un país musulmán en el que se practican las leyes del Corán, que predican igualdad teórica entre los seres humanos pero que establecen, en la práctica, la supremacía masculina sobre la femenina, basada en la dependencia económica, la fuerza física y las costumbres ancestrales ¿Les parece conocido?

Denunciar un ataque sexual en Colombia produce rechazo emocional en los medios y a través de estos, en la comunidad, pero su sanción en los despachos judiciales es imposible y casi tan dolorosa como una nueva violación: se sospecha, de entrada, de la denunciante: ¿dónde estaba?, ¿por qué fue a ese lugar?, ¿a qué hora ocurrió?, ¿hay testigos?, ¿cómo estaba vestida?, ¿hubo penetración? De lo contrario no hay caso, ni tan siquiera una iniciación de la investigación porque “una cosa es que ocurra un delito y otra, que casi ocurra”, como contestan, por rutina, los operadores de la justicia.

Registros y estadísticas en las organizaciones de defensa de niñas y adultas dan cuenta de esta absurda realidad. Para la rama judicial, las colombianas deberían usar chador. 




María Jimena Duzán

Dice Anna Arendt que la guerra nos degrada como seres humanos, porque justifica la violencia no solo para enfrentar al enemigo sino para someter a los más débiles. A esas poblaciones vulnerables se las estigmatiza, se les destruye su condición humana, hasta degradarlas a la categoría de animales. Siempre me ha parecido que esa tesis es la mejor explicación para comprender por qué las mujeres en Colombia siguen –o seguimos siendo– víctimas de una violencia sistemática que nos irrespeta, nos degrada, nos desfigura y nos asesina sin que la sociedad se estremezca.

La Constitución de 1991 consagró por primera vez los derechos de la mujer, pero pese a que las normas cambiaron, la sociedad siguió manteniendo los mismos patrones patriarcales impuestos por años de conflicto interno. La guerra en Colombia nos ha degradado y el blanco predilecto de esa violencia que justifica monstruosidades ha sido sobre todo la mujer. La justicia, lastimosamente, ha ido caminando de manera lenta y no ha podido ganarle a la impunidad.

Los delitos contra las mujeres reciben penas irrisorias y someten al escarnio público a aquella que se atreve a denunciar los atropellos de los que ha sido víctima. “El solo hecho de ser víctima de abuso sexual es como si le apagaran a uno un botón. Sin ese botón uno no puede pensar ni movilizarse. Es también el miedo al escarnio público”, me confesó Angélica Bello, una de las pocas líderes que se atrevió a denunciar los atropellos que había padecido. “Llegué a pensar, se lo digo honestamente, que me había buscado esto por bocona. Además, es muy difícil para las mujeres ir a denunciar. Antes de mi abuso sexual, acompañé a muchas mujeres víctimas de violencia intrafamiliar que eran violadas por sus mismos esposos y vi cómo era de vergonzoso llegar a contar lo que le había pasado a uno. Esto que hoy estoy haciendo aquí no es fácil hacerlo”.

Al año de esta entrevista Angélica Bello, una de las mujeres más valientes que he conocido, no pudo más con la falta de justicia y la incomprensión a que fue sometida y se quitó la vida. ¿Cuántas víctimas más faltarán para que esta sociedad, anestesiada, despierte de ese letargo y proteste?