El rosado y los cuentos de hadas

revista FUCSIA, 18/9/2014

Vestir de este color a las niñas va asociado a tratarlas como princesas, a creer que son delicadas y sensibles. Esto termina por hacer creer a la sociedad que somos solo amas de casa, mamás, lejos de poder ser científicas, presidentas o ingenieras.

Foto: Ingimages - Foto:

Por Lila Ochoa, directora Revista Fucsia

Cuando mi hija mayor tenía unos 6 años, mi mamá, con la ilusión propia de las abuelas, le compró una falda rosada de terciopelo con su correspondiente blusa de encaje blanco y un par de zapatos de charol. Ella miró el regalo y me dijo: “Mamá, ni muerta me pongo eso”. Después de rogarle mucho logré que se pusiera la pinta una sola vez. Detestaba vestirse de princesa, odiaba el rosado y entendí que tanto ella como yo queríamos otra cosa para su futuro. Sí, ella quería ser una mujer que aspirara a presidente o congresista, diseñadora, actriz de teatro o corredora de automóviles. Una mujer empoderada, sin miedos, dueña de su mundo.

Puedes leer 'El peligroso juego de vestirse como princesa'

Traigo esta historia a colación porque creo que tanto las mamás como las abuelas nos equivocamos al tratar de introducir al mundo del rosado a nuestras hijas, es decir, al de las princesas vestidas de frufrú (palabra que imita el roce de la seda u otra tela), en pos del príncipe azul que las va a rescatar en un caballo, merecedoras de una vida que se resume en “vivieron felices para siempre y comieron perdices”, como terminaba los cuentos mi mamá cuando yo era chiquita.

Y es que no entiendo cómo pretendemos las mujeres cambiar el mundo si todavía seguimos encasillando a las niñas en un mundo medieval e irreal. La tiranía de las princesas obliga, sin proponérselo, a las tiendas de juguetes a discriminar dos sectores. El de los niños, donde hay muñecos de acción que conquistan el mundo, juegos para armar un avión o un carro, o probar los primeros experimentos científicos. El área de las niñas, en cambio, ofrece vestidos de bailarinas, coronas, castillos de princesas (siempre con un príncipe azul incluido), cajas de maquillaje y, si acaso, algo de manualidades como las que traen cuentas para hacer collares, eso sí, collares de princesa.

Las camisetas, tan populares para los niños, que exhiben simpáticos letreros, sufren el mismo prejuicio. Dicen: “La niña de papá”, “La ayudante de mamá”, cuando deberían decir: ”Quiero ser presidente” o “Voy a viajar a la luna”.

Este tipo de consumismo descorazona a las niñas, las deja sin opciones y las clasifica más o menos como retrasadas mentales. Para no hablar de los libros. La protagonista lava la ropa, cocina y, en el caso de los niños, estos tienen aventuras en África, pelean con cocodrilos y derrotan a los malvados.

Gracias a Dios eso está cambiando. No quiero decir con esto que debemos volvernos fanáticas y quemar en una hoguera todo lo rosado. Simplemente, tenemos que concientizarnos de que las niñas son tan inteligentes, valientes y capaces como los niños, y que hay que luchar contra esa discriminación absurda que nos impone la sociedad. Las limitaciones a la hora de aprender hacen que pocas mujeres quieran estudiar ciencias, física o ingeniería. Tiene que haber una narrativa diferente cuando se trata de educar mujeres. Los estereotipos a edades tempranas, según muchos estudios, afectan el futuro de los niños.

Lee la historia de Ana María Rey, premiada la mejor científica del año en Estados Unidos. Y es colombiana.

Pero, de forma paulatina, este orden de cosas se revierte, y vemos, lentamente, cómo las películas para niñas empiezan a mostrar heroínas que luchan en igualdad de condiciones y que inspiran a las niñas a crecer con otro patrón femenino. Por fortuna el mundo va en esa dirección.

Y en lo que tiene que ver con el mercado, este seguramente va a cambiar si nosotras, abuelas y mamás, nos empeñamos en romper esos paradigmas. Los empresarios, que no son bobos, ya intuyen que las princesas y príncipes azules están condenados a desaparecer. Sin embargo, todavía hay mucho por hacer, pues no solo entran en esta dinámica las empresas de juguetes, que mueven cerca de 150 billones de dólares al año.

También lo hacen las que se dedican a explotar el sexo y se disfrazan con expresiones como la empleada por los dueños de burdeles en una revista, que hablan de sí mismos como “empresarios del placer”, o la publicación que para hacer ruido manda una niña desnuda a tomarse fotos con algunos personajes, cosa que desde luego les parece muy divertida a todos los hombres. No logro creer que una mujer sensata se someta a eso solo porque la convencen de que eso la va a hacer famosa y rica.

En fin, no pretendo tener la razón en esta controversia y desde luego no se trata de imponer una manera de pensar. Solo hago la siguiente reflexión: ¿será que las mujeres nacimos para ser utilizadas como marionetas, o tenemos la posibilidad de escoger nuestro destino tal como nos parezca, sin engaños ni mensajes entre líneas? Las niñas también pueden tener aventuras y salvar al mundo. El tal príncipe que llega con su caballo blanco a rescatar a la rubia princesa que mira hacia el horizonte desde el balcón no existe. Forzar a las niñas a usar rosado es también un error.