opinión

Corazones duros

, 18/11/2010

El libro de Íngrid es un valioso testimonio de dignidad frente al oprobio del secuestro. Entérate aquí

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Yo sí leí el libro de Íngrid Betancourt, No hay silencio que no termine; también leí La rabia en el corazón y Out of Captivity: Surviving 1967 Days in the Colombian Jungle, el libro de los norteamericanos sobre su secuestro. No me interesa defender a Íngrid, pero creo que a los colombianos nos faltó sensibilidad y compasión, que la criticamos sin mucha razón. No creo que demandar al Estado colombiano ni al francés ­–cuando le dijeron que le pagarían cuatro mil euros Íngrid retiró la demanda– sea algo decente, pero insisto en que, después de leer el libro, me conmoví y entendí muchas cosas.

Ante todo, está divinamente escrito, y en segundo lugar, ella nunca trata de excusarse. La naturaleza humana es lo que es, lejos de la perfección. Sí, Íngrid es egoísta, arrogante, consentida, etc., un ser humano como los demás. La diferencia es que durante seis años estuvo en un campo de concentración. La picaron las hormigas, las abejas africanas y otros bichos propios de la selva, durmió con la ropa mojada, en el piso, tapada con un plástico. Cuando tuvo la suerte de bañarse, lo debía hacer vestida y bajo la mirada insolente de los guerrilleros que le negaban hasta las toallas sanitarias cuando querían.
Soportó meses compartiendo un cambuche con más de diez personas, cada una con sus mañas y su genio. La mantuvieron encadenada a un árbol, como a un perro. Se enfermó gravemente y sobrevivió, gracias a un enfermero que no tuvo corazón para dejarla morir ante la indiferencia de sus captores que no querían darle medicinas. No nos equivoquemos, lo que la guerrilla tiene montado para los rehenes es un campo de concentración en la selva. Estos campamentos no están hechos de ladrillo, como los de Auschwitz, sino con alambres de púas, pero eso no los hace menos inhumanos.

Hay que leer el libro para entender las humillaciones, los castigos, los vejámenes que tuvo que soportar Íngrid. Es un libro maravilloso por su factura literaria, un admirable proceso de introspección al que Íngrid se sometió para entender por qué pasó de ser una heroína a convertirse en la mujer más odiada de Colombia. Ella no busca excusas para su comportamiento, asume sus decisiones, buenas y malas. Se equivocó muchas veces, pero también fue una valiente, estoica y corajuda mujer que luchó por mantener su dignidad ante todo. Heroína también, aunque me digan que con pies de barro. Yo no sé si su amistad con Luis Eladio pasó o no a otro plano, ni me importa. Solo sé que le salvó la vida en numerosas ocasiones, arriesgando la de ella. La historia del último escape por el río, entre pirañas, caimanes y anacondas, parece más un libreto de una película de ficción que una historia real. Pero su temeridad fue verdadera y nunca abandonó a su suerte a su compañero de aventura, a pesar de que él le pedía que lo hiciera. Siempre pendiente de su diabetes, mantenía el azúcar escondida para que Luis Eladio no entrara en coma, y prefirió entregarse a escapar sola.

Por alguna razón que no comprendo, de las mujeres se espera que sean vírgenes o santas. Un hombre catalogado como héroe puede ser envidioso, brutal, desconsiderado, infiel o egoísta, y nadie dice nada; es un héroe, y punto. A las mujeres nos pusieron la vara muy arriba y como la Madre Teresa de Calcuta hay pocas, hasta Santa Teresa de Jesús tenía sus defectos. La respuesta que da la gente cuando uno le pregunta por qué la detesta, es porque trató de lucrarse demandando al Estado. Recientemente, el magistrado Yesid Ramírez demandó al Gobierno colombiano por el caso de las chuzadas, y este hecho no ha suscitado ningún escándalo. ¿Por qué tenemos que pagar con la plata de nuestros impuestos lo que hace el DAS? Me parece tan indecente lo uno como lo otro.

Apenas si conozco a Íngrid Betancourt personalmente y no intento hacer una apología de su personalidad. Sólo sé que así como lloré cuando leí la carta a sus hijos, me conmovió No hay silencio que no termine. No quiero volverme insensible y dura pero, sobre todo, no quiero ser jueza de nadie, aunque entiendo que es fácil volverse indiferente cuando se vive en Colombia.

Lila Ochoa
Directora Revista FUCSIA