columna

De los apodos

Odette Chahin, 10/6/2008

Dime cómo te dicen y te diré quién eres… los apodos a veces dicen más que la misma cédula.

apodos - Foto:

 
El otro día, en un bar, escuché a unos amigos decir “ahí viene gorrito de lana”, cuando se acercaba una mujer de esas que usan el escotes como arma y elemento para la hipnosis. Yo no entendía su apodo, intrigada pregunté el porqué. “Gorrito de lana porque le calienta la cabeza a todos en la oficina”, me contestó mi amigo y, efectivamente, gorrito de lana le coqueteó a todos muy democrática y descaradamente. Después de un rato, su novio (porque la muy cínica tenía novio) vino a rescatarla y la saludó muy tiernamente diciéndole: “¿nos vamos pelusita?”.

Al nacer no tenemos la prerrogativa de escoger nuestros nombres, por eso, hay en el mundo algunos Usnavis, Alka Seltzers y Agripinas inconformes con sus actas de bautismo. Soy de la teoría de que los padres no deberían ser los que escogen los nombres por sus hijos, sino uno mismo cuando ya es consciente de elegir. Según la numerología, nuestro nombre y su repetición constante determina la asociación de su energía con nuestra personalidad, así mismo, marca la tendencia a vivir ciertos acontecimientos, es decir, que si te pusieron Barbie Malibú Pérez te va a ir diferente en la vida que si te hubieran llamado Bárbara Pérez.

Pero si el nombre no se pudo escoger, los apodos mucho menos, son como un chicle en el zapato, tanto más trate uno de quitárselo, más se pega. Todos tenemos mil apodos, los que nos dan en la casa, en la oficina, los amigos de colegio y con el que nos bautiza la pareja; dejando en desuso el nombre de pila, que sale del abandono exclusivamente para entrevistas de trabajo y al llenar formularios para rifas.

Los enamorados son una fábrica de apodos con acabado cursi y rosa. Uno detecta la traga cuando empiezan a hablarle a su pareja en jeringonza y, sobre todo, cuando reemplazan el nombre de su pareja por un apelativo más empalagoso que un chocoflán. Simone de Beauvoir le decía mi querido pequeño ser a Sartre y Dante llamaba señora de mis pensamientos a su amada Beatriz, pero hoy en día la gente se conforma con un simple cara de ñame, que al parecer resulta igual de romántico.

Los apodos cursis abundan en el amor, están los del reino animal que piensan que sus parejas son como peluches de Timoteo y las llaman osito, gatita y morsita, entre otros. Luego viene la categoría de alimentos, los que llaman bombón, tamalito, perrito caliente a su pareja, porque viven con ganas de comérsela todo el día. También existe la categoría de extranjerismos, los que llaman a sus parejas: baby, sweetie, honey, porque su amor es tan grande, que no lo pueden expresar en español. Los que se creen de sangre azul, tratan a sus parejas de reina, princesa y hasta de Lady Di. Y, finalmente, está la categoría física, los que vuelven un insulto en un piropo llamando a sus parejas: flaca, bodoquito o gorda; el truco para que suene ‘amoroso’ es decirle flaquis a la gorda y gordis a la flaca, porque de lo contrario los pueden dejar pasando hambre en la cama.

En el colegio se forman estudiantes, pero también se forman los apodos que le quedan a uno de por vida. En mi familia hay una anécdota de la época cuando mi hermano no parecía obra de mis padres, sino de Botero. Sus amigos lo llamaban Jopo porque lo tenía más grande que el de J.Lo. A mi mamá le molestaba mucho ese apodo, le parecía una falta de respeto. Cierto día, una niña llamó a mi casa: “Por favor, con Jopo”, y mi mamá le contestó: “No Tetas, él no está”, y le colgó el teléfono. Y ahí se acabó la maricada, mi hermano perdió peso y también perdió su apodo.

Los apodos son nuestros nombres artísticos aunque no seamos cantantes, futbolistas ni estrellas porno; algunos pueden ser cariñosos y otros odiosos de soportar, lo cierto es que siempre dicen algo de uno.=