Una Nueva York para comer, caminar y amar

Margarita Posada, 14/12/2014

Esta es una historia sobre cómo un proyecto profesional terminó en un fiasco, pero que su protagonista, la periodista y escritora Margarita Posada, aprovechó para redescubrirse a través de su andar por la ciudad.

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Más allá de la gran decepción que significó traer en cada visita mi ropa y mi vida a la Gran Manzana, por cuenta de una oferta de trabajo en Univisión que terminó en un fiasco, agradezco no haberme convertido en uno de esos seres que se llenan de orgullo cuando dicen que viven en Nueva York, pero que en realidad calientan una silla en una oficina de algún edificio desabrido de Midtown.

Me alegra haber conocido otra ciudad, distinta de la que se muestra en el Lonely Planet y de la que la gente rica se precia de conocer, porque esta Nueva York es mucho más que Manhattan, más que el Upper East Side, y mucho mucho más que los clichés que aparecen en Sex and the City. Mi Nueva York está hecha de lugares inhóspitos, libres de turistas, llenos de multiculturalidad y de aventura, y está situada en Crown Heights, el barrio en Brooklyn profundo, en el que viví en estos últimos dos meses y que artistas y gais han ido reconstruyendo para darle un nuevo aire.



Y cuando digo “Brooklyn”, no me refiero a esa pantomima de hipsters desfilando por Berry que es Williamsburg, y que hace algunos años tuvo un charm real para luego convertirse en el lugar común de los lugares comunes. Cuando digo “Brooklyn” hago referencia a esos confines de la ciudad en los que las caribeñas con peinados extravagantes son vecinas de los ortodoxos judíos con barbas largas y un séquito de hijos que no sé cómo mantienen; esos lugares en los que la ropa aún es asequible y la mezcla de culturas genera una gran torre de Babel en la que ya no se diferencia el francés del rumano, o el inglés irlandés del italiano.

En el 970 de Lincoln Place, entre Brooklyn y Kingston Avenue, a tan solo una cuadra de esa grande y hermosa avenida llamada Eastern Parkway, se queda un pedazo de mi corazón, el que se enamoró de esta Nueva York y descubrió que aquí todo el mundo tiene una compañía fiel: la ciudad misma. No se necesitan amantes, ni amigos, ni entourage para sentirse acompañado. 

Allí transcurrieron estos días de mucho callejeo pero a la vez de mucha exploración interior. Imposible decir que no necesitas a nadie, porque no habría logrado sentirme como en casa si no fuera por el calor humano de mis vecinos, una pareja de colombianos que tiene un café bautizado como “Tinto”, y a quienes siempre pude pedir ayuda para resolver los gajes más nimios de la cotidianidad. 

Pero estando más sola que de costumbre en Bogotá, y desconectada de Internet por largos periodos mientras estaba en la calle y no había Wifi (en lo que llamé “rehab de redes”), descubrí o pude al fin oír sin tanto ruido mi voz interna; ser yo; vestirme como me da la gana, sin pensar en qué combina con qué, ni quién es más o menos que nadie; caminar en silencio por largas horas; tomar café y sentarme a mirar la gente pasar; visitar exposiciones; sentarme en una biblioteca pública a escribir (como en este preciso instante, mientras escribo estas líneas en la Biblioteca Pública de Nueva York), para luego encontrarme por un trago o una cena con amigos (las compañías empiezan a volverse cada vez más selectivas, porque sola estás en tu indumento, así que mejor sola que mal acompañada).



Por supuesto que hice planes muy neoyorquinos: fui de compras con una amiga entrañable a Soho; babeé ante las vitrinas de los grandes diseñadores; lloré viendo Carmen en la Ópera del MET; me disfracé en Halloween y fui a un parade; vi una obra contemporánea en Off-Broadway de nombre Sleep No More –a la que nada podrían envidiarle los Trece Sueños de Laura Villegas–; me perdí en el metro; oí el mejor jazz del mundo en un restaurante de cuatro mesas en el East Village; disfruté del góspel en Harlem; me descuadré de plata cogiendo un taxi a deshoras; fui a comer sushi y hamburguesas, y también lobster roll en la bahía, frente a la Estatua de la Libertad en Red Hook, y presencié la cantidad de basura que genera cada ser humano en su espacio vital dentro de una isla que no solo produce lo mejor de lo mejor, sino la mayor cantidad de basura, incluyendo la demencia mental. 

Jamás he visto tanta gente enferma junta, y si la hay, seguro tienen alguien que los lleve a un psiquiátrico o que cuide de ellos. Eso y ver a la gente de edad tratando de subir las escaleras del Subway sin ayuda, como las personas independientes que siempre han sido, o ver a un niño de tres años caminando por la calle con un clima inclemente al lado de su mamá y su hermanito en brazos, sin quejarse, me hizo entender la frase de cajón que dice: “Nueva York es dura”. Su gente no solo se vuelve muy consciente, sino muy individualista, lo cual es paradójico, porque a veces hacer todo para tu propio bien repercute indirectamente en el bien de los demás: hacer la fila, no robar, no cruzar la calle donde te dé la gana, no botar la basura a la calle, etc., pero es también olvidarse de gozar y de salirse de los esquemas. 

Viniendo de Bogotá sentí lo que debe sentir alguien de Ibagué o de la costa cuando llega a la capital: unas ganas infinitas de ver verde, de salir a un espacio abierto, aunque no sea el campo, a un espacio cuyo horizonte no sea la sombra de un edificio de proporciones manieristas. Por eso, parte de mi viaje también fue salir de NYC, ir a recoger manzanas y calabazas a Westechester, pasar dos días leyendo y caminando por las calles desoladas de los Hamptons (que en verano están atestadas de gente) e ir a la playa de Montauk y recordar la frase que Clementine le susurra al oído a Joel en Eternal Sunshine of a Spotless Mind: “Meet me in Montauk”, o pasar al lado de Grey Gardens, la mansión veraniega que otrora perteneció a la tía de Jackie Onassis y en donde esta mujer y su hija cultivaron la locura sin agua, ni luz, y con ochenta gatos como compañía.

Y así, reevaluando mi propia cordura, con una maleta de zapatos nuevos que me fue imposible no comprar y que forma parte de mi mala educación de Sex and the City, me despido de una ciudad que nunca va a estar lejos de mí, vaya donde vaya, y que incluso estando dormida me mantuvo despierta, muy despierta. Nueva York fue mi Eat, Pray, Love, solo que cambiando eso de rezar por caminar… Y en ese camino hacia el amor, la Capital del Mundo me mostró que mi destino cercano está en Austin, justo el mismo día en que el archivo de Gabo, como mi corazón, fue conquistado por un empleado de la Universidad de Texas.