Salud

Crónica: "Yo te voy a contar qué es el dolor" por Virginia Mayer

Virginia Mayer, 24/4/2018

Acompaña a Virginia Mayer por una travesía personal en la superación de una dolorosa condición: las hemorroides.

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Me acostumbré a mis hemorroides. A las internas y a las externas que me salieron cuando tenía unos doce años y tuve una oclusión intestinal. Nunca dolieron, pero durante un tiempo me molestaron mucho cuando quería dormir. Sentía una presión -casi como si palpitaran- que no se calmaba con nada… hasta que comencé a fumar marihuana.

No me acuerdo si tuve episodios hemorróidicos graves. Quizá hubo alguno –o más de uno- que seguramente no fue tan terrible, o lo recordaría. Así pasó mucho tiempo, y hace dos años me fui a un viaje por América Latina en el que hacíamos pre-producción para unos videos gastronómicos. Estuvimos visitando desde carritos de comida de la calle, hasta chefs de restaurantes cinco estrellas. Y así probé tubérculos y vegetales que no sabía que existían, carnes de animales que con seguridad nunca subieron al arca de Noé, y todo tipo de salsas y picantes. Cuando llegamos a Quito -faltando la mitad del viaje- ya mis hemorroides molestaban tanto que me costaba trabajo sentarme, y comencé a comer únicamente pollo, arroz, pan y manzana. Compré supositorios y cremas anti-hemorróidicas que no hicieron nada por aliviarme, y en el viaje final de CDMX a Bogotá las azafatas me vieron llorar tanto por el dolor y la tremendísima incomodidad, que me dejaron acostar en el piso del avión, al fondo, debajo de donde sirven los almuerzos. Me dieron cobijas y almohadas y me dejaron dormir con el ruido del motor taladrándome los oídos.

Sin embargo, me curé con una crema mágica y volví a olvidar mis hemorroides. Y hace un par de meses comencé a sangrar como jamás lo había hecho, cada vez que iba al baño. Era mucha, mucha sangre. Roja, muy roja, espesa y con coágulos. Un día me asusté y corrí a urgencias, donde me entubaron y retuvieron durante doce horas y media para finalmente sugerir que me operara las hemorroides internas. Ese día aprendí que, si la sangre es roja, espectacularmente roja como la que depositaba en mi inodoro blanco, tan blanco, quiere decir que viene del ano, o del recto. Y si es negra, entonces viene del estómago y eso si es grave. Muy grave.

Este último episodio coincidió con un tumor supuestamente benigno que me encontraron en el recto mientras me hacían una colonoscopia de rutina para controlar la enfermedad de Crohn’s que padezco en el estómago (inflamación crónica del intestino bajo, entre otras cosas). Y mientras sangraba por el ano, esperaba a que mi EPS me diera fecha para una operación en la que me quitarían el tumor y las hemorroides. Pregunté por la recuperación -a alguien a quien han operado ya dos veces (dos veces)- y me dijo: “No te preocupes, que con la tecnología de hoy en día lo hacen con láser y eso es sencillísimo”. Le creí. Y llegó el día de la cirugía.

Cuando llegué al medio día al hospital, llevaba 24 horas de ayuno y tenía el colon vacío. Ya en el quirófano le tuve que rogar al déspota del anestesiólogo para que me pusiera anestesia total. Y cuando me desperté lo primero que recuerdo fue mucho, muchísimo dolor. Tanto que me retorcía en la camilla y lloraba en voz alta haciendo ruidos que seguramente se asemejaban a los de un perro moribundo. Me quejé y me moví tanto que me pusieron algún opiáceo bendito intravenoso y solo entonces me calmé. Lo siguiente que recuerdo fueron unas ganas inconmensurables de tirarme un pedo. Pero me contuve un buen rato creyendo que me dolería, y cuando finalmente me lo eché, me oriné. Entonces comencé a temer que la orina me hiciera arder la herida, cosa que no sucedió.

Después me mareé y vomité, y mientras vomitaba volví a orinarme. Ante mi sorpresa, un enfermero me explicó que es común que eso pase luego de una operación como la mía. Cuando me pasó el mareo fui al baño y me limpié, me cambiaron la bata y volví a acostarme a esperar que me dieran de alta. Pasada la media noche me dejaron ir. Me bajé del carro en mi casa caminando muy despacio, me bañé como siempre hago cuando llego de una clínica y me acosté de buen ánimo, acompañada por mi mamá, que se quedaría conmigo durante las siguientes dos semanas mientras mi papá nos visitaba durante el día.

Antes de las cinco de la mañana me despertó el dolor. Yo conozco el dolor. He sentido dolor, mucho dolor. Tuve piedras en los riñones y luego ciática en una pierna. Por mí pararon el subway en Nueva York dos veces para llamar una ambulancia para que me aliviara. No exagero cuando digo que el dolor que sentí no lo hubiera podido medir, y tan salvaje como fue, no fue lo más doloroso de toda la recuperación. Esa primera madrugada llamamos a la ambulancia porque me estaba enloqueciendo el desespero, y cuando llegó el doctor, se sorprendió de que no hubiera tomado nada para el dolor y me dio Naproxeno y Acetaminofén. El día siguiente consumí una dieta rica en fibra: papaya, pitaya, avena, galletas con fibra, ciruelas pasas y un polvo de fibra de un almacén naturista. Y mientras lo hacía pensaba en el hecho de que por mi enfermedad en el estómago, jamás produzco un bollo duro, y me preguntaba si me daría diarrea…

Mi papá –a quien operaron cuando era joven- me contó que debió esperar cinco días para la primera cagada, que es más o menos el promedio. Yo esa noche cagué seis veces. Seis. Las primeras dos fueron indoloras, y me sentí la Mujer Maravilla. La Mujer culo de hierro. Pero desde la tercera en adelante mi ano me recordó de qué me estaba recuperando… En el momento en que se hace la deposición no es tan traumático, a pesar de que la tensión que predice el dolor hizo que se me entiesara el cuello y la espalda alta y por ende me costaba mucho siquiera moverme. El dolor venía después de haberme limpiado.

Dicen que lo que se siente después de cagar mientras uno se recupera de una operación de hemorroides es “el dolor de quienes no dan a luz”. Y a mí no solo me sacaron unas hemorroides internas que el cirujano le describió a mis viejos con cara de horror como: “Enormes. E-nor-mes”, también me sacaron un tumor del ano y me cortaron una parte del intestino bajo (el que me sacaron por el ano para operar y luego volvieron a meterlo). El dolor es salvaje. Duele en todo el centro de la mitad del medio. Duele la madre, la mamá de todas las madres. Duele lo más profundo, lo más adentro. Y no es solo el dolor, es muy incómodo. Cuando se está alistando para cagar, el ano comienza como a latir. Entonces me paraba a dar vueltas por los 57 metros cuadrados de mi apartamento lleno de muebles, una gata y mi mamá. Y podía pasar casi una hora esperando y caminando, siempre acompañada de un porro con el que pretendía relajarme. Finalmente entraba al baño, pero corriendo, porque cuando era ya, era YA. Cagaba, me limpiaba con pañitos húmedos, me paraba con las rodillas temblando del dolor, caminaba hasta mi cama llorando descontroladamente con mi mamá detrás recordándome que respirara. Me acostaba en la cama a llorar hasta que el dolor cedía. A veces no me aguantaba acostada y me quedaba de rodillas sobre la cama con la cara apoyada contra la pared sin parar de llorar, y cuando por fin me relajaba volvía a prender el porro para quedarme dormida y repetir el ciclo hasta seis veces al día durante los primeros tres días. Durante esos primeros días tan duros también usé pañales geriátricos, porque estaba convencida de que en cualquier momento me iba a echar un pedo e iba a resultar cagada. Eso tampoco pasó, y me sobraron 17 pañales.

También debía hacer baños anales en acetato de aluminio hasta tres veces al día para ayudar a la cicatrización y prevenir una infección. Y me costó mucho trabajo encontrar un platón donde cupiera mi culo, que es básicamente del tamaño que Kim Kardashian le pide al cirujano. Mi mamá le ponía un poco de agua fría y una taza de agua hirviendo donde disolvía el polvo blanco, y ahí me sentaba hasta veinte minutos, depende del grado de desespero, pues era muy incómodo. Nos metíamos al baño oyendo música clásica y mi mamá se sentaba sobre un banquito dándome la espalda para que yo pudiera apoyar la mía sobre ella y no me cansara tanto. En el proceso prendía otro porro, y después me ponía a silbar todo el Bolero de Ravel para que pasaran los minutos sin contarlos. Luego a mí mamá le daba un ataque de risa, convencida de que también se había trabado con el humo de mi porro. Así iba cediendo el dolor, que con el paso de los días cada vez duraba menos, hasta que desapareció.

Un mes después de mi cirugía mi estómago aún no se recupera, sigo enferma. Todavía siento urgencia cuando tengo que cagar y voy al baño entre cuatro y ocho veces al día, mi estómago aún no tolera una dieta normal y entonces sigo a dieta y adelgazando. Veré al coloproctólogo en dos semanas para recibir los resultados de la biopsia que le hicieron al tumor que supuestamente es benigno. También me mandaron de vuelta a mi gastroenterólogo –que fue quien me mandó a operar en primer lugar- pero como Sanitas, mi EPS, hizo algunos cambios, ahora tengo un nuevo gastroenterólogo que para ver cómo quedé por dentro después de la cirugía, me mandó exámenes de sangre, una colonoscopia y una resonancia magnética que quedó programada para el 7 de mayo. ¿Esperamos juntos? 

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